Tiempo ha las
plazas de los pueblos, las calles eran el común lugar de encuentro del vecindario y amigos; la necesidad de ir a comprar el pan o medio
pollo a la carnicería de la esquina traía consigo necesariamente encontrarse
con lo vecinos y conocidos y pararse en consecuencia a pegar la hebra sobre lo
primero que venía al caso, los juanetes de la vecina, los ires y venires de la
moza del tercero; cualquier chisme que como reguero de pólvora hubiera empezado
a circular tempranamente en la panadería, al filo de la media mañana ya era de
dominio público en toda la vecindad. En eso pensaba Micifú mientras echaba un
vistazo a la página del Facebook que Beatriz se había dejado abierta. Se había
pasado la mañana cabizbajo dando vueltas
por la casa como alma en pena por el asunto del tejado y por su no menos
grave atracón con los pajaritos que revolotean días atrás en torno al comedero
de las pipas que su dueña había fijado en el tronco del peral, y después de la
hora de las comida, viendo que el solo habitante de la casa, don Rafael, se
había quedado sopa frente al televisor, osó salir de su escondite bajo las faldas
de la mesa camilla, donde se había refugiado desde un par de días atrás
aquejado por un espantoso bajón de ánimo espantoso. Aunque su autoestima había
quedado por los suelos después de los acontecimientos anteriores, su curiosidad
no había perdido un ápice de terreno y cualquier asunto servía para ponerla en
movimiento. No en vano la curiosidad es el motor de la vida, la balsa que nos
salva del naufragio y nos pone a cada momento a salvo de las veleidades de ese
aburrimiento congénito que amenaza a la humanidad con comerle hasta los
higadillos si no se espabila. Porque por esas había pasado Micifú, que no pilló
una depresión de purito milagro metido bajo la mesa de la camilla durante dos días
y medio, que no salió de allí siquiera para beber un poco de agua o echar una
meadita.
Micifú leyendo versos de José Ángel Valente |
En la habitación de Beatriz le llamó la
atención que hubiera dejado el ordenador encendido. Saltó enseguida sobre la
mesa y se puso enseguida a cotillear lo que allí había. Después de echar una
ojeada a las noticias de los contactos de su dueña, sujetó el ratón con sus
patas traseras, y con las delanteras empezó a hacer clic aquí y allí; de lo que
resultó un largo garbeo por los muros de los amigos de Beatriz. Encontró que
aquello no se diferenciaba mucho de lo un sucede hace tiempo en la calle. Le
parecía divertido que la gente siguiera haciendo las mismas cosas que antes,
sólo que ahora sin salir de casa, los amigos se contaban sus cosas a través de
aquel aparato. Una vez más se volvía a repetir aquello de ¡qué gente tan
extraña eran los humanos! Se preguntaba si no estarían sustituyendo éstos sus
tertulias sentados en la terraza de un bar al final de la tarde, o los paseos
por el parque por esa extraña comunicación que había descubierto en la pantalla
del ordenador.
Hacía memoria
de sus tiempos de huérfano cuando un viejo gato del parque le había hablado de
cómo era la vida antes, historias que acaso habían sido transmitidas de una
generación de gatos a otra y que ahora contrastaban tanto con las escenas que
veía continuamente en la calle cuando salía de paseo con don Rafael o Beatriz.
Resultaba que no era difícil encontrarse con la escena de una pandilla que se
veían en un local o que habían quedado a comer en un restaurante, en la cual la
mayoría de los comensales tenía un teléfono sujeto con ambas manos y se
dedicaba a teclear en él afanosamente mandando mensajes a otra parte del mundo.
La gente estaba físicamente junta pero a muchos kilómetros de distancia, lo
veía por todos los lados, el teléfono se había convertido en… puaf, se dijo, un
rollo. Se estaba empezando a aburrir. En aquel momento Tobi y Leika aparecieron
con las orejas tiesas en el umbral de la puerta. Se miraron uno al otro como
diciendo, mira a ese, ya se le ha pasado el susto y ahora seguro que anda
bajándose una película para verla con don Rafael esta noche. Tobi sobre todo
había empezado a estar celosillo de Micifú desde una semana atrás cuando vio
que el reparto de los cariñitos que hacía Beatriz, su mamá y últimamente hasta
don Rafael, había empezado a estar groseramente desplazado hacia el nuevo
inquilino. Todos en la casa perdían el culo para agasajar a este gato
callejero. Y ahora, claro, don Micifú se aprestaban a conquistar
definitivamente el corazón bajando a su dueño sus películas preferidas con el
Emule. Maldita la gracia, pensaba para sí Tobi.
Negrito no
prestó atención a sus visitantes, ahora estaba interesadísimo mirando aquella
imagen que Beatriz había puesto como foto de perfil, una silueta de una persona
con las manos en alto unidas a modo de imploración, acaso se tratara de alguien
que hacía yoga frente a sol del amanecer. Le gustó aquello. Leika había saltado
a la silla y desde allí le había lanzado un corto ladrido como invitándole a
que se viniera con ellos al desván, pero Micifú ni se dignó volver la cabeza.
Había picado en la imagen y ahora se había abierto una ventana en la que en
grandes caracteres se leía: Como la vida
misma; era un blog, el título de la entrada del texto decía: Mi voz interior. Carajo, se dijo Micifú.
Allí Beatriz hablaba de alguien, sentía crecer en sí las ganas de sentir a
alguien cerca y ese alguien le hablaba y le contaba cosas y ella escuchaba
atenta, pero sucedía que en otro momento huía de ese alguien, no quería nada
con aquella voz que desaparecía sin más en la oscuridad. Pero acaso aquello sólo
fuera un sueño, porque al rato volvía a encontrarlo. Parecía que aunque no estuviera
presente esa persona, de hecho, sea quien fuere, alguna conexión inalámbrica
existía entre ellos. Aquello tenía pinta de jeroglífico, pero al fin Micifú
terminó por comprender, creyó intuir de qué se trataba, a fin de cuentas a él
también le sucedía algo parecido, su voz interior, como al personaje de Lord
Jim de la novela de Conrad, que era algo más que un susurro entre las ramas de
los árboles, a veces le hablaba de sus hermanos de los que no había vuelto a
saber nada; también sentía cierta soledad relacionada con la ausencia de alguno
de sus semejantes a su alrededor; no es que estuviera enamorado ni mucho menos,
es que sentía la ausencia de algo que acaso pudiera recibir el nombre de alma
gemela.
Leika volvió
a saltar sobre el suelo, le pareció que si querían jugar tendrían que
prescindir de Negrito. Desaparieron sin más al otro lado de la puerta dejando a
Micifú encaramado ante la pantalla del ordenador. Eso de la voz interior le
picaba la curiosidad, se trataba de algo sutil, como un perfume de madreselva que
viniera hasta su naricilla al final de la tarde de verano; pensaba que si nos
pusiéramos seriamente a escuchar esa voz con atención podríamos escuchar cosas
muy interesante sobre nosotros mismos que acaso no conozcamos, algo por cierto,
que él ya había él leído en Shakespeare,
cómo no: "De todos los conocimientos posibles, el más sabio y útil
es conocerse a sí mismo". Para Micifú eso de la voz interior parecía tener
miga, como si su afición a la ensoñación durante esas largas tardes en que,
dejando su libro junto al cojín en que leía habitualmente, se dedicaba al
placer de hacer nada, fueran de las mejores cosas que le hubieran proporcionado
su vida gatuna. No podría decir exactamente en qué consistían ni en qué pensaba
durante todos esos ratos en que simplemente miraba por la ventana y dejaba
correr su imaginación por donde ésta tuviera la ocurrencia de caminar, pero
estaba seguro de que aquella afición suya por abrir sus oídos a lo que su ser interior
le iba diciendo, era una magnifica manera de sentir el trajín de la vida por
dentro, vamos, como un caminante sin prisas que, queriendo disfrutar del bosque,
se sentara en un tocón a escuchar lo que éste le contaba: el rumor de un arroyo
próximo, el canto de los pájaros, la brisa enredada en las ramas; todas esas
cosas, sólo que en el caso de él toda la música que podía escuchar provenía de
él mismo, era su yo, la sustancia de que estaba hecho cantaba y bailaba en su
interior, le susurraba, le lanzaba piropos, le acariciaba el lomo, le hablaba
de amor, de ternura, de las cosas que le gustaban; en realidad su yo era un
auténtico tesoro, un regalo de la naturaleza por donde él gustaba de pasear
ensimismado por las tantas cosas interesantes que allí podía encontrar.
De repente el
ruido de la puerta de la calle lo sacó de sus reflexiones. Seguro que era
Montse. Jo, si le encontraba mangoneando en el ordenador de Beatriz, pies para
qué os quiero. Salió pitando. Montse era maja, pero cuando se enfadaba con él
por alguna trastada era capaz de cualquier cosa. Así que Negrito dio un salto
por encima del teclado y fue a encaramarse a lo alto del armario. Cuando oyó la
puerta del baño y comprendió que no había moros en la costa, salió pitando a
buscar refugio de nuevo en el exilio bajo las faldas de la mesa camilla.