Micifú fisgonea en Facebook



Tiempo ha las plazas de los pueblos, las calles eran el común lugar de encuentro del  vecindario y amigos;  la necesidad de ir a comprar el pan o medio pollo a la carnicería de la esquina traía consigo necesariamente encontrarse con lo vecinos y conocidos y pararse en consecuencia a pegar la hebra sobre lo primero que venía al caso, los juanetes de la vecina, los ires y venires de la moza del tercero; cualquier chisme que como reguero de pólvora hubiera empezado a circular tempranamente en la panadería, al filo de la media mañana ya era de dominio público en toda la vecindad. En eso pensaba Micifú mientras echaba un vistazo a la página del Facebook que Beatriz se había dejado abierta. Se había pasado la mañana cabizbajo dando vueltas  por la casa como alma en pena por el asunto del tejado y por su no menos grave atracón con los pajaritos que revolotean días atrás en torno al comedero de las pipas que su dueña había fijado en el tronco del peral, y después de la hora de las comida, viendo que el solo habitante de la casa, don Rafael, se había quedado sopa frente al televisor, osó salir de su escondite bajo las faldas de la mesa camilla, donde se había refugiado desde un par de días atrás aquejado por un espantoso bajón de ánimo espantoso. Aunque su autoestima había quedado por los suelos después de los acontecimientos anteriores, su curiosidad no había perdido un ápice de terreno y cualquier asunto servía para ponerla en movimiento. No en vano la curiosidad es el motor de la vida, la balsa que nos salva del naufragio y nos pone a cada momento a salvo de las veleidades de ese aburrimiento congénito que amenaza a la humanidad con comerle hasta los higadillos si no se espabila. Porque por esas había pasado Micifú, que no pilló una depresión de purito milagro metido bajo la mesa de la camilla durante dos días y medio, que no salió de allí siquiera para beber un poco de agua o echar una meadita.

Micifú leyendo versos de José Ángel Valente


 En la habitación de Beatriz le llamó la atención que hubiera dejado el ordenador encendido. Saltó enseguida sobre la mesa y se puso enseguida a cotillear lo que allí había. Después de echar una ojeada a las noticias de los contactos de su dueña, sujetó el ratón con sus patas traseras, y con las delanteras empezó a hacer clic aquí y allí; de lo que resultó un largo garbeo por los muros de los amigos de Beatriz. Encontró que aquello no se diferenciaba mucho de lo un sucede hace tiempo en la calle. Le parecía divertido que la gente siguiera haciendo las mismas cosas que antes, sólo que ahora sin salir de casa, los amigos se contaban sus cosas a través de aquel aparato. Una vez más se volvía a repetir aquello de ¡qué gente tan extraña eran los humanos! Se preguntaba si no estarían sustituyendo éstos sus tertulias sentados en la terraza de un bar al final de la tarde, o los paseos por el parque por esa extraña comunicación que había descubierto en la pantalla del ordenador.
Hacía memoria de sus tiempos de huérfano cuando un viejo gato del parque le había hablado de cómo era la vida antes, historias que acaso habían sido transmitidas de una generación de gatos a otra y que ahora contrastaban tanto con las escenas que veía continuamente en la calle cuando salía de paseo con don Rafael o Beatriz. Resultaba que no era difícil encontrarse con la escena de una pandilla que se veían en un local o que habían quedado a comer en un restaurante, en la cual la mayoría de los comensales tenía un teléfono sujeto con ambas manos y se dedicaba a teclear en él afanosamente mandando mensajes a otra parte del mundo. La gente estaba físicamente junta pero a muchos kilómetros de distancia, lo veía por todos los lados, el teléfono se había convertido en… puaf, se dijo, un rollo. Se estaba empezando a aburrir. En aquel momento Tobi y Leika aparecieron con las orejas tiesas en el umbral de la puerta. Se miraron uno al otro como diciendo, mira a ese, ya se le ha pasado el susto y ahora seguro que anda bajándose una película para verla con don Rafael esta noche. Tobi sobre todo había empezado a estar celosillo de Micifú desde una semana atrás cuando vio que el reparto de los cariñitos que hacía Beatriz, su mamá y últimamente hasta don Rafael, había empezado a estar groseramente desplazado hacia el nuevo inquilino. Todos en la casa perdían el culo para agasajar a este gato callejero. Y ahora, claro, don Micifú se aprestaban a conquistar definitivamente el corazón bajando a su dueño sus películas preferidas con el Emule. Maldita la gracia, pensaba para sí Tobi.
Negrito no prestó atención a sus visitantes, ahora estaba interesadísimo mirando aquella imagen que Beatriz había puesto como foto de perfil, una silueta de una persona con las manos en alto unidas a modo de imploración, acaso se tratara de alguien que hacía yoga frente a sol del amanecer. Le gustó aquello. Leika había saltado a la silla y desde allí le había lanzado un corto ladrido como invitándole a que se viniera con ellos al desván, pero Micifú ni se dignó volver la cabeza. Había picado en la imagen y ahora se había abierto una ventana en la que en grandes caracteres se leía: Como la vida misma; era un blog, el título de la entrada del texto decía: Mi voz interior. Carajo, se dijo Micifú. Allí Beatriz hablaba de alguien, sentía crecer en sí las ganas de sentir a alguien cerca y ese alguien le hablaba y le contaba cosas y ella escuchaba atenta, pero sucedía que en otro momento huía de ese alguien, no quería nada con aquella voz que desaparecía sin más en la oscuridad. Pero acaso aquello sólo fuera un sueño, porque al rato volvía a encontrarlo. Parecía que aunque no estuviera presente esa persona, de hecho, sea quien fuere, alguna conexión inalámbrica existía entre ellos. Aquello tenía pinta de jeroglífico, pero al fin Micifú terminó por comprender, creyó intuir de qué se trataba, a fin de cuentas a él también le sucedía algo parecido, su voz interior, como al personaje de Lord Jim de la novela de Conrad, que era algo más que un susurro entre las ramas de los árboles, a veces le hablaba de sus hermanos de los que no había vuelto a saber nada; también sentía cierta soledad relacionada con la ausencia de alguno de sus semejantes a su alrededor; no es que estuviera enamorado ni mucho menos, es que sentía la ausencia de algo que acaso pudiera recibir el nombre de alma gemela.
Leika volvió a saltar sobre el suelo, le pareció que si querían jugar tendrían que prescindir de Negrito. Desaparieron sin más al otro lado de la puerta dejando a Micifú encaramado ante la pantalla del ordenador. Eso de la voz interior le picaba la curiosidad, se trataba de algo sutil, como un perfume de madreselva que viniera hasta su naricilla al final de la tarde de verano; pensaba que si nos pusiéramos seriamente a escuchar esa voz con atención podríamos escuchar cosas muy interesante sobre nosotros mismos que acaso no conozcamos, algo por cierto, que él ya había él leído en Shakespeare,  cómo no: "De todos los conocimientos posibles, el más sabio y útil es conocerse a sí mismo". Para Micifú eso de la voz interior parecía tener miga, como si su afición a la ensoñación durante esas largas tardes en que, dejando su libro junto al cojín en que leía habitualmente, se dedicaba al placer de hacer nada, fueran de las mejores cosas que le hubieran proporcionado su vida gatuna. No podría decir exactamente en qué consistían ni en qué pensaba durante todos esos ratos en que simplemente miraba por la ventana y dejaba correr su imaginación por donde ésta tuviera la ocurrencia de caminar, pero estaba seguro de que aquella afición suya por abrir sus oídos a lo que su ser interior le iba diciendo, era una magnifica manera de sentir el trajín de la vida por dentro, vamos, como un caminante sin prisas que, queriendo disfrutar del bosque, se sentara en un tocón a escuchar lo que éste le contaba: el rumor de un arroyo próximo, el canto de los pájaros, la brisa enredada en las ramas; todas esas cosas, sólo que en el caso de él toda la música que podía escuchar provenía de él mismo, era su yo, la sustancia de que estaba hecho cantaba y bailaba en su interior, le susurraba, le lanzaba piropos, le acariciaba el lomo, le hablaba de amor, de ternura, de las cosas que le gustaban; en realidad su yo era un auténtico tesoro, un regalo de la naturaleza por donde él gustaba de pasear ensimismado por las tantas cosas interesantes que allí podía encontrar.

De repente el ruido de la puerta de la calle lo sacó de sus reflexiones. Seguro que era Montse. Jo, si le encontraba mangoneando en el ordenador de Beatriz, pies para qué os quiero. Salió pitando. Montse era maja, pero cuando se enfadaba con él por alguna trastada era capaz de cualquier cosa. Así que Negrito dio un salto por encima del teclado y fue a encaramarse a lo alto del armario. Cuando oyó la puerta del baño y comprendió que no había moros en la costa, salió pitando a buscar refugio de nuevo en el exilio bajo las faldas de la mesa camilla. 

Llegan los bomberos



Micifú se ha pasado tantos meses olvidado en el tejado de la casa de don Rafael que ahora tengo que hacer un gran esfuerzo por reencontrarme con él. Esta historia dio comienzo a finales del pasado otoño, pero después el autor se marchó de pingo por las tierras de España a mitad del cuento y se olvidó del gato. Aquél se había llevado el manuscrito con la intención de continuarlo mientras caminaba por las trochas del Camino de la Plata en las largas tardes de invierno pasadas en los albergues, pero fue inútil: no se puede estar al plato y a las tajás. Recuerdo que este cuento, cuento para adultos y niños precoces que se sientan inclinados a leer a Shakespeare, a Marcel Proust o un tratado de filosofía si viene al caso, debería leerse desde el principio, y para ello ahí tenéis, en la columna de la izquierda, los links correspondientes.


Son tantos, o mejor, tantas, los amantes de los gatos que no está de más darse una vuelta por su mundo para aprender a conocerlos algo mejor. Después de todo los humanos no somos tan diferentes de los gatos. Digo que no nos diferenciamos mucho de un gato, porque lo primero que ha hecho Negrito, nuestro gato, nada más entrar en la cabaña, ha sido buscar el confort del sillón junto a la ventana, en donde por demás se posa la calidez de un primer sol matinal. Cuando me he querido dar cuenta la escena era muy parecida a la que represento yo a menudo. Con la barbilla apoyada sobre sus patas delanteras y con los ojos muy abiertos estaba extasiado mirando las llamas de la chimenea; no les quitaba ojo. Escena muy propia para un día de viento y de frío; nuestro Negrito ya tiene resuelto el día, hará eso, nada, se tumbará al sol en el sillón y contemplará el fuego. En otro momento trepará a los árboles por el simple placer de subir, comerá, hará pipí, fornicará cuando llegué la primavera o las ganas, dormirá, querrá probar algún apetitoso bocado, se peleará si es preciso si hay más de una boca en juego ante el jugoso festín de los restos de un pescado, jugará largamente con sus hermanos en la parcela. Y le gustará que le hagan caricias y gritará en las noches de placer y se enfadará cuando hagas algo que le molesta o le hace daño.
De verdad que no somos tan diferentes a los gatos. Trata de quitarle una cría a una gata y verás, comprueba el mimo con que las cuida y las pone limpitas como a criajo al que preparan para ir a la guardería. Por demás, pasados unos años el gato va y se muere, igualito que nosotros. Y si se tercia a uno le entra una enorme pena que se parece mucho a la que deja en nosotros el fallecimiento de un buen amigo.
Aclaro aquí que mi gato del cuento, Micifú, también conocido como Negrito, igualito que el gato de un servidor, es aficionado a la filosofía y lee con muchísimo gusto a Cervantes y a Quevedo. Su dueña, Beatriz, y a veces el padre de ésta, don Rafael, un hombre con bigotillo muy recortado de engañoso aspecto huraño que ha terminado por adoptar al gato como si del propio nieto se tratara, no dudan en atender la voracidad lectora de Micifú y de vez en cuando se dan una vuelta por la biblioteca municipal de Valdemoro para satisfacer las exigencias lectoras del gato. Más cosas, Micifú es hijo de una camada de cuatro. Su madre murió poco después de que ellos nacieran. Cuenta algún caminante madrugador del parque de Valdemoro, que el día de su muerte él había contemplado cómo un gatito que respondía a la descripción de Micifú, con apenas unos días se esforzaba inútilmente por extraer leche del pezón de la madre que pocas horas antes había fallecido junto al puesto de los churros.
Esto en cuanto a los amantes de los gatos, respecto a los amantes de la montaña y de su filosofía, decir que mi gato, como lejano alter ego del autor, lo mismo más adelante emprende una vida gatuna allende los montes y los caminos, una especie de viaje anárquico que puede recordar los afanes y desventuras de monsieur mister Tristan Shandy. Así que atentos a los capítulos por venir.
Espero que al autor sea constante y sepa recuperar el ritmo del pasado otoño cuando Micifú empezó a caminar por estas páginas; eso, y que no le dé por embarcarse en algún proyecto, marcharse al Cáucaso o retomar los caminos del país por enésima vez.



Llegan los bomberos

A Micifú le despertó el ruido de una sirena que se acercaba a lo lejos por la calle del parque. Desde allí lo podía ver, era un camión rojo con mogollón de lucecitas del color de los melocotones maduros, relucientes como mandarinas y que se encendían y apagaban como los intermitentes del coche de don Rafael.
—Mamá, mamá, los bomberos —gritaba un nene rubito y gordinflón que pasaba comiéndose una tonelada de palomitas.
Negrito, acurrucado en el tejado junto al pequeño muro de la chimenea donde había pasado la noche apesadumbrado y pensando constantemente en su dueña Beatriz y en su papi, que había sufrido un accidente el día anterior mientras trepaba por el peral tratando de ayudarle a bajar del tejado, miraba acojonado a la calle, el camión rojo, los cascos negros de los hombres con los metales relucientes y dorados, los uniformes, la enorme escalera grande como escala de Jacob allá en lo alto. La gente se paraba a su paso con cara interrogadora preguntándose probablemente por el lugar del fuego. Un niño gordito intentaba retener a su mamá que tiraba de él porque se hacía tarde para la entrada al cole, una anciana que caminaba con andador se dio la vuelta para contemplar el acontecimiento, el carnicero había salido de su establecimiento con su mandil de líneas blanquiverdes y un número grande de amas de casa habían interrumpido sus labores domésticas para asomarse a las ventanas a ver qué pasaba. De repente la calle se había convertido en una corrala en donde unos y otros hacían conjeturas de balcón a balcón, de ventana a ventana sobre lo que pudiera estar sucediendo. Al dar la vuelta en la calle de más abajo el coche de los bomberos se había encontrado con un automóvil mal aparcado que impedía el paso y allí estaba con sus lucecitas de Navidad dando vueltas esperando a que el conductor del coche apareciera.
Entonces, Negrito, curioso como nadie también él, corrió un centenar de metros por los tejados de los chalets adosados hasta colocarse justo encima del coche de los bomberos. No tardó en oír a Beatriz que, seguida por su padre, éste apoyándose en unas muletas, y por su madre, seguían sus pasos y le gritaban desde abajo para que no hiciera ninguna tontería y terminara cayéndose desde el tejado.
—Quieto ahí —gritaba— quieto ahí Negrito, no te vayas a caer.
Viendo a su dueña, de pronto Micifú comprendió que ya se le había pasado el enfado por aquellos pajaritos que él se había comido el día anterior en las ramas del peral, y que ahora se desvivía por salvarle la vida. A Micifú se le llenó el alma de ternura. Ahora veía como don Rafael se dirigía al jefe de bomberos señalándole lo alto del tejado en donde estaba el gato. El bombero, un hombre de mofletes sonrosados y cara de buena persona, miraba con sorna hacia arriba como diciendo, vaya historia tío, ¿y para esto nos has llamado? Hugo, el sobrino de Beatriz, y Laica y Tobi, los perritos de lana de la familia, también estaban allí, se habían escurrido entre las piernas y las faldas de los numerosos vecinos que ocupaban la calzada junto a los bomberos y miraban hacia arriba un poco asustados. Tobi y Laica ladraba lastimosamente, su amigo Micifú miraba desde arriba alucinado aquel gentío. Pronto comprendió que de todo ese tinglado que se había montado allá abajo tenía la culpa él.
No tardó en ver cómo la larga escalera que hasta ahora había permanecido horizontal sobre el camión empezaba a moverse misteriosamente ella sola y su punta se alzaba poco a poco hacia el cielo. En un periquete estuvo a su altura, momento en que se inclinó levemente y quedó apoyada en el vértice de la bajada de aguas a poca distancia de él. Después uno de esos hombres disfrazados con relucientes cascos y casacas de botones dorados ascendió por la escalera. Negrito estaba atemorizado, pero no huyó, imaginó que si salía pitando de allí se iba a tener que quedar de por vida a vivir en el tejado y era una idea que no le gustaba nada, así que aguantó y espero a que el bombero estuviera en el tejado. Era un hombre simpático, se veía enseguida, en lugar de estar enfadado por haber tenido que subir hasta allí, le dirigía palabras cariñosas y le hacía pss pss pss para convencerle de que se acercara. El bombero le mostraba un cestillo de mimbre invitándole a que saltara dentro de él, cosa que Micifú hizo sin rechistar. El bombero le acarició y él restregó el lomo por su mano. Gato y bombero comenzaron a descender por la escalera, él, seguro que un avezado escalador de la Pedriza, bajaba tan pancho sosteniendo en el hueco de su brazo la cesta. Abajo en la calle había un silencio de expectación. Cuando apenas quedaba un par de metros para llegar al suelo, Hugo empezó a batir palmas, le siguieron los vecinos y los chicos del barrio que, olvidados de la hora del colegio, habían encontrado divertidísimo el acontecimiento. Bravo, bravo, decía una nena cogida de la mano de su madre. En el rostro de don Rafael se dibujaba ahora una ancha sonrisa, definitivamente había cogido un cariño muy especial a este gato callejero; su alma solitaria había encontrado un amigo con quien compartir sus paseos y la peli del final del día junto a la chimenea.



Accidente






En aquel momento se oyó la puerta de la calle al otro lado de la casa. Hugo, que no quitaba ojo a su abuelo encaramado a la escalera, salió corriendo pensando que sería su abuela. Efectivamente su abuela Monse entraba ahora sudorosa con sus bastones de marcha en la mano. Hugo la tomó de la mano y la arrastró con determinación hacia el jardín:
—Ven, abuela, ya verás lo que está haciendo el abuelo —y no cejó hasta que tuvo a la abuela debajo del peral.
Esta miraba para arriba como quien ve una alucinación.
—Alá, ¿pero qué haces tú ahí —se dirigió a su marido, que en ese momento trataba de hacer pasar su cuerpo por el enmarañado de las ramas en las que se enganchaba su bata de estar por casa — ¿Estás loco?
Don Rafael, en ese momento ocupado en atravesar las anfractuosidades de aquella selva en la que él se sentía una especie de Tarzán intentando rescatar a una mona Chita en apuros, soltó un taco, tiró de una rama que se le había metido en la bocamanga y miró entonces hacia abajo con cara de fastidio.
Mientras tanto el circo estaba montado: Hugo, agarrado a la mano de su abuela no quitaba ojo a su abuelo, Tobi, a su lado, emitía breves bufidos de perplejidad, a Laica se le escapaban algunos suspiros de pesar. Eso, a ras del suelo, porque arriba, poco a poco había ido tomando posición en el filo del canalón el concurrido público de los gorriones que eran los habituales comensales del comedero que Beatriz había fijado en el tronco del peral la pasada semana. Naturalmente también estaba Micifú que, como protagonista de todo aquel enredo miraba la fiesta compungido y pensando en el pollo que había montado con su feliz idea de subirse al tejado.
Don Rafael ni se dignó contestar, ocupado como estaba en tener a raya a su vértigo y en desembarazarse de las ramas que se enganchaban continuamente en su ropa. Más alto era imposible subir por la escalera, el apelotonamiento de ramas se lo impedía, así que se armó de valor y decidió abandonar la escalera y trepar por una rama discretamente gruesa que se elevaba hacia el canalón. Dejar la escalera y quedar a su suerte sobre la rama tuvo sobre su fisiología el curioso efecto de hacer que se sintiera como si se hubiera metido un chute en el cuerpo, sentía extraños vahídos y el peral empezó a moverse ligeramente dando vueltas a su alrededor; la casa también se movía; el cielo se tumbaba y no se sabía ya si estaba encima o debajo. Viendo que un metro más arriba la rama se dividía en tres formando una especie de descansillo, en medio del mareo trató de alcanzar aquella especie de cofia en lo alto del palo mayor, ese especial lugar donde gustaba subirse Ismael, el protagonista de Moby Dick para contemplar el ancho mar a su alrededor; pero el mareo no cesaba, aquello de verdad que se estaba convirtiendo en el palo mayor de un barco, un vigorosa marejadilla estaba empezando a desencadenarse. La nasa cazagatos y la escoba estaban atascadas a la altura de su hombro, la bata se le había vuelto a enganchar, la indisposición le apremiaba. Abriéndose paso en esa materia nebulosa en que se estaba convirtiendo su mente logró deshacerse de la bata para librarse definitivamente de las ramas y, aprovechando una brevísima calma en la que aquel barco parecía haberse metido en el fondo entre dos grandes olas, se alzó sobre la cofia, esas tres ramas que parecían ofrecerle ahora una sensación de cierta seguridad. Pero, ah, ahora el barco arremetía con las olas de nuevo, el mástil se doblaba, en lo alto de la rama él empezó a sentir que el mundo estaba poniéndose patas arribas y giraba como en un tornado de sueño, despacio primero, más rápido después; las últimas hojas del otoño que colgaban en las ramas del peral le parecieron duros de chocolate envueltos de papel de plata dorado, las ramas se agitaban con el temporal. Don Rafael no pudo resistir más, sintió una angustia y un mareo muy grande y sus brazos se soltaron.
Hubo un estrépito de ramas, un raaaaasssss de ropa rasgada y ahora, dos metros más abajo, colgaba don Rafael de la rama inferior como una pera madura a punto de desplomarse sobre el suelo. Todos contuvieron el aliento. Don Rafael, más muerto que vivo, se llevaba las manos a la cara, al pecho, como sopesando si acaso estuviera realmente muerto y soñara desde otra vida estar vivo. Su cuerpo oscilaba levemente de la rama. Encontró que estaba vivo, despierto, como recién nacido. Sólo un agudo dolor le oprimía el pecho.
Micifú casi se había caído del tejado del susto, los gorriones de un respingo habían dejado el canalón y se habían subido a la chimenea especulando sobre la posibilidad de que después de aquello se fuera a producir un terremoto o algo similar. Tobi y Laica, habían dado unos pasos atrás despavoridos, Hugo había gritado y se había metido entre las piernas de su abuela. Monse tragaba saliva, blanca como la cera. Todo quedó como si la peli se hubiera pausado sola y ahora alguien tuviera que dar a play para que la escena pudiera continuar.
El abuelo, recuperando del susto y ahora en pleno clarividencia de la situación y pensando alarmado que la rama que lo sostenía por los pantalones pudiera ceder al punto de que él fuera a terminar dándose de morros contra el suelo, con una voz que era un susurro para no despertar a los malos espíritus, le pidió a Monse que acercara la mesa cercana de manera que él pudiera poner el pie en ella.
Un rato después llegaban al hospital. La sala de urgencias estaba de bote en bote. Hubieron de esperar un par de horas para se atendidos. Dos costillas rotas, no había nada que hacer, eso se curaba solo. Dormiría mal durante dos semanas, cada vez que tuviera que darse la vuelta en la cama sería doloroso, pero nada más. Le recetaron ibuprofeno y unos analgésicos y lo mandaron a casa.
En el jardín se había hecho de noche, con el revuelo del accidente todo el mundo se había olvidado de Negrito, incluso Beatriz, que fue llamada desde el hospital por su madre y tuvo que ocuparse de Hugo y llevarle a casa de su hermano Daniel. Micifú tenía dentro del pecho una cosa extraña que le producía inquietud; si se lo hubiera contado a un humano éste le habría dicho que eso no era otra cosa que sentido de culpabilidad.
Negrito, cuando los padres de Beatriz hubieron desaparecido en el coche que los llevaría al hospital, se dio una vuelta por el tejado, las luces naranjas del alumbrado público formaban líneas paralelas que se cruzaban aquí y allá; hacia el pueblo había una zona menos iluminada, sobresalían las sombras de los árboles, era el parque. En el cielo lucía una enorme luna grande como un formidable queso manchego. Sintió hambre, sed, estaba triste. Se fue a refugiar junto a la chimenea. Fijó los ojos en la parabólica recortada como un fantasma contra un cielo de leche. El pobre Micifú, con la luna ahora sobre su cabeza, parecía la sombra dantesca de don Quijote velando armas en la posada poco antes de que fuera armado caballero.


Con el estómago vacío se le daba mal pensar en otra cosa que no fuera un plato de leche, los restos de un cocido o ese revoltijo de tomate con carne que le habían dado ayer al mediodía. Mirando la luna Micifú estaba empezando a ponerse melancólico, su pequeño corazón necesitaba de unas palabras de consuelo, echaba de menos las caricias y las cosquillas de su amiga Beatriz. Se sentía un poco desgraciado allí arriba, solo, sin el calor de alguien quisiera jugar con él o lo llamara a saltar sobre su regazo. Las estrellas no tenían el brillo de otras noches, pero aún así pudo reconocer la M de Casiopea, a la Osa Mayor, la brillante Sirio allá sobre el campanario de la iglesia del pueblo. ¡Qué pequeñito se sentía en medio de aquel universo tan enorme! ¡Qué pequeños eran también los humanos comparados con lo grande del Universo! Ante el espectáculo de la noche las preocupaciones de los gatos y de los humanos parecían cosas totalmente insignificantes. Y pensaba en lo tontas que serían las penas y preocupaciones de los años de la vida si fuéramos capaces de vernos desde una de esas estrellas; pequeños, tan infinitamente diminutos como somos, cómo podía ser que nos preocupáramos tanto, una casa mejor o peor, un coche más o menos caro, incluso parecía ridículo que uno se pudiera preocupar por la muerte cuando se es tan pequeño, tan poca cosa.
Y Micifú se quedó dormido y soñó con que iba a nacer otra vez y le daban a elegir de qué quería nacer, ¿de gato, de perro, de humano, de mosca, de árbol?, en fin cualquier posibilidad era posible. Y Negrito, conociendo ya un poquito de la vida, no se decidía. Le gustaba vivir, era bonito, pero luego había muchas cosas que se torcían, por ejemplo, se podía morir la madre, o su ama Beatriz podía echarle de casa, o podía caer enfermo... En fin, que estaba hecho un lío. A última hora se le ocurrió que quizás le gustaría ser una flor, una flor bonita y olorosa que alegrara los parques en primavera, esa flor que le regala un chico a una chica cuando empieza a estar enamoriscado. Sí, pensó, le gustaría ser flor.
Le despertó le ruido de una sirena. Era tremendamente tarde, el sol estaba ya en lo alto. La sirena era de un camión rojo y grande con una gran escalera encima. Giraba en la rotonda del parque y se acercaba hacia su casa...

Don Rafael intenta rescatar a Micifú





Don Rafael había levantado la vista del periódico más de una vez preguntándose qué podría pasarle a Laica que no paraba de ladrar en el jardín desde hacía un buen rato. La expectativa del partido Manchester City-Real Madrid lo tenía enganchado; cuando leyó que Mourinho contaba con casi todos sus titulares para el próximo encuentro y que la plantilla, excepto Essien, Morata, Higuaín y Marcelo, viajaban al completo al Reino Unido, decidió salir a ver qué sucedía con Laica. La perrita, de pies sobre sus patas traseras, dirigía insistentes ladridos al tejado. Don Rafael inspeccionó las alturas a la búsqueda de descubrir el motivo de la zozobra de Laica. ¡Leches!, allá arriba, en un lugar inverosímil, asomaba Negrito la cabeza con la cara compungida de quien se ha metido en un buen lío; Negrito hacía equilibrios en el tejado tratando inútilmente de alcanzar la rama del peral cercana al canalón,
—Pero coño, ¿me puedes decir qué haces gato subido ahí arriba? —le habló como si preguntara a un niño pequeño, que no pudiera bajar de un árbol, por la razón que le había llevado a subir a semejante sitio.
Negrito, ayudado por su propio peso cuando había subido por aquella rama, había logrado que ésta cediese hasta apoyarse sobre el canalón, pero después, liberada del peso del gato ésta había vuelto a su posición primera, a dos o tres palmos de la fachada. Ahora Negrito, que no era un lince en esto de los malabarismo y a lo que se verá más bien se trataba de un gato un tanto miedoso, tras acallar sus penas de la mañana después de la regañina de Beatriz por haberse comido uno de sus pajaritos, había comprendido que allí, junto a la parabólica, por muy bien que estuviera el lugar para un rato de penitencia no servía para satisfacer su sed ni sus ganas de compañía. Por demás, cuando se despertó el sol se había ocultado tras el tejado de la casa de los vecinos y había comenzado a tener frío. Así que se desperezó, alzó los brazos al aire, se estiró y se dirigió al filo del tejado con la intención de descender por la rama del peral. Pero ah... la rama había cambiado de lugar, fina y todavía con unas cuantas hojas doradas colgando como si fueran farolillos dispuestos para la fiesta del pueblo, ahora se encontraba fuera de su alcance. Sopesó la posibilidad de saltar sobre ella pero ahora le parecía enormemente lejos y endeble, imposible de alcanzar. Con cara de acojone se volvió a un lado y a otro buscando otra alternativa para bajar de allí, recorrió el tejado de arriba a abajo, de abajo a arriba, de este o oeste, de norte a sur: nada, ningún otro árbol a la vista, un poste de la luz, nada; por demás había pisado apenas el canalón y este había oscilado peligrosamente hacia el vacío; para alcanzar la tubería que bajaba por la fachada necesitaría haber tenido alas. Si al menos hubiera pasado en ese momento Melquiades con su alfombra mágica; pero no, ese seguro que andaba por Macondo atrapado por el diluvio último del trópico. Decidió que no podía hacer otra cosa que respirar hondo y recitar para sí algún mantra que propiciara su cambio de suerte. No era un gato de esos cagones que a la primera de cambio se ponen a maullar como si el mundo se estuviera derrumbando: patience my dear!
Haciendo pranayama estaba para calmar sus nervios, cuando oyó allá abajo que Tobi y Laica lo llamaban con ladridos de interrogación. Los ladridos sonaban algo así como: ¿qué haces ahí, tío, estás chaveta? Tobi ladró un par de veces más pero después encontró entretenimiento con Hugo que lo llamaba golpeando los cristales desde el salón, y se largó sin más. Hugo era el sobrino pequeño de Beatriz, estaba un poco acatarrado y aquel día no había ido a la guardería; los abuelos se quedaron con él; se acababa de levantar de la siesta y ahora reclamaba la presencia de su mejor amigo en casa de sus abuelos: Tobi. Laica, sin embargo, atendiendo a ese sentimiento tan femenino de protección, había empezado a angustiarse mirando al micifú allí en lo alto del tejado, Negrito era un inconsciente comepájaros pero le había cogido cariño; últimamente le gustaba dormir a su lado; se subían ambos encima del cojín del rincón, sobre el sofá, y allí, acurrucados uno en el otro, echaban el sueñecito de rigor de la hora de la siesta. Micifú había faltado hoy a la cita después de la comida, por eso ella se había encontrado un poco intranquila desde que no viera aparecer a su amigo el gato.
Así, que cuando lo vio sobre el tejado primero respiró de alivio, pero después, cuando comprendió que Negrito estaba en apuros no pudo hacer otra cosa que lanzar ladridos plañideros que por fin lograron atraer la atención de don Rafael. Y ahí estaba él ahora, mirando para arriba, preguntándole no sé qué cosa al gato. Para Laica don Rafael era una especie de dios bondadoso y lejano, pero no exento de mal genio cuando alguien le molestaba mientras estaba viendo un partido de fútbol en la tele. Él era el arreglacosas de la casa; se estropeaba un enchufe y era él quien lo arreglaba; si a la tele le salían rayitas le pegaba un manotazo y la tele se arreglaba sola; también era un buen cocinero: un conejo al ajillo, unos huevos al plato, una paella, unas lentejas de chuparse los dedos, unas gambitas aquí y luego un buen vino... esas cosas le hacían feliz; eso y luego la copita, el cafetito y más tarde quedarse sopa mientras los señores locos de la teletonta seguían hablando y espulgando de cotilleos toda la sobremesa. Don Rafael y el gato no pudieron establecer una conversación aceptable, Micifú, con la cabeza gacha de vergüenza, sólo emitía débiles maullidos de exculpación.
Don Rafael, que había mirado el espectáculo del gato allá arriba con los brazos en jarras y como diciendo ¡joder, vaya lío!, se había llevado ahora la mano a la cabeza y se rascaba el cuero cabelludo buscando una solución al asunto aquel. Por su cabeza debían de pasar alguna de las prácticas de cuando hizo la mili, allá por los tiempos de María Castaña, ejercicios de acrobacia, rapeles, tácticas para superar las anfractuosidades de un cerro rocoso y coger al enemigo desprevenido; quizás pensó remotamente en llamar a los bomberos, visto que ni de flores podía el gato bajar solo de aquellas alturas, pero recordando sus aventuras de mozo en el cuartel decidió probar suerte. Primera cosa necesaria: una escalera. Así que dicho y hecho, se puso la cazadora y se fue dos calles más abajo de la suya a buscar a su amigo Manolo. Manolo era pintor y podía dejarle una escalera de esas de periscopio. Manolo no estaba en casa, pero su mujer no tuvo inconveniente en prestarle la escalera. La verdad es que hubiera preferido que estuviera él allí, Manuel tenía más prácticas con las alturas. Cuando la primavera última don Rafael tuvo que subirse a la fachada a cuatro metros de altura para instalar un toldo, le dio tal vahído, sintió que la tierra giraba alrededor de su cabeza tan de repente, que a punto estuvieron de aterrizar en el suelo él, el taladro y la escalera. Por demás se encontraba solo en casa con Hugo; su señora esposa, con esa afición que le había entrado de largarse a caminar por los alrededores cada vez que tenía media hora, no había quien la pillara. Jo, con la tía, si es que no para en casa, pensó ya de paso.
Atravesando la casa hacia el jardín a punto estuvo de cargarse el cuadro de Botero, quedó enganchado en la punta de la escalera, hizo dos o tres movimientos de péndulo y cayó sobre el sofá; la pareja de gordos que reposan tumbados en la hierba en un día de picnic, estuvieron a punto de romperse la crisma. Laica vino a su encuentro desde el jardín como intentando meterle prisa. Hugo le tiró del pantalón preguntándole dónde iba; Tobi no quiso perderse el espectáculo de don Rafael trepando por el peral y salió con su trote corto tras el abuelo.
Éste, haciendo de tripas corazón, desplegó la escalera e hizo deslizar la parte superior sobre la inferior para alcanzar la mayor altura posible, hecho lo cual buscó un hueco entre las ramas del peral a través del cual pudiera apoyarla en la rama cimera más cercana al tejado. Tragó saliva y empezó a subir por la escalera, pero no había llegado a la cruz de las primeras ramas cuando se paró de repente como sorprendido por alguna idea nueva. Sí, pensó... y desanduvo lo subido y, entrando en casa de nuevo subió al desván; no recordaba dónde lo había puesto, dudó, pero al final cayó en la cuenta de que debía de estar entre los trastos que su hijo había dejado en casa cuando se casó. En una pequeña habitación con el techo inclinado, enterrado entre unos macutos y un parapente estaba lo que buscaba: la nasa, que había servido en su olvidada afición a la pesca para recoger las truchas del Tormes, le serviría ahora como recogegatos. Tomó de la cocina una escoba, ató la nasa a su extremo y volvió a dirigirse a la escalera.
Continuará...




El peral



Aquella mañana Beatriz estaba orgullosa de su peral. Sus padres lo habían plantado en mitad del jardín cuando era pequeña y ahora, allá en medio, llena su pelambrera del oro del otoño, parecía un venerable señor al que la pátina de los años hubiera llenado de dignidad y belleza. Se había despetardo hacía un rato y, viendo que Micifú ya no dormía sobre el edredón, se asomó a la ventana para ver si andaba zanganeando por el jardín. Y fue así como le sorprendió la visión repentina del peral derramando la hermosura de su porte; sus brazos abiertos, sus dedos llenos de los colores delicados con que se visten los bosques en esta época le recordaban el mundo de Guermantes de Marcel Proust en donde los espinos blancos, los manzanos y los perales se convertían en grandes temas poéticos: un ángel resplandeciente, se erguía en pie, extendiendo ampliamente sobre la casa la protección deslumbradora de sus alas de inocencia en flor: era un peral. Le habían hecho leer aquel tomo de En busca del tiempo perdido recientemente en instituto. Al principio lo había mirado con reticencia, pero terminó leyendo por gusto lo que le habían impuesto por obligación. Proust le ayudaba a disfrutar de la belleza que hay encerradas en las cosas, la torre de una iglesia, un cuadro, el color del cielo a la caída de la tarde, un espino blanco, un peral. A él debía que desde hace más de una semana ella se asomara cada mañana a contemplar el oro cambiante de sus hojas, la lluvia arrebujada en sus ramas que gota a gota ella oía caer sobre el suelo del jardín muchas horas después de que la lluvia hubiera cesado.
Además, desde que al final del verano colocara un comedero para pájaros en su tronco, la vida de su árbol se había animado. Ahora cada mañana una de sus tareas consistía en comprobar que el recipiente para las pipas y el alpiste tuviera comida. Los pájaros habían tardado bastante en descubrirlo, pero en este momento el comedero se había convertido en un jolgorio continuado en donde durante todo el día revoloteaban gorriones y carboneros. Eran graciosísimos, desde su ventana los oía volar disputándose la entrada al estrecho ventanal donde estaban las pipas; podía pasarse horas contemplando sus revuelos y sus disputas. Los gorriones eran más espabilados que los carboneros, si uno de aquellos estaba sobre el comedero, los carboneros revoloteaban a su alrededor sin atreverse a acercarse; pero si alguno lo intentaba ya teníamos al gorrión lanzándole picotazos y empujándole como si éste fuera el rey de la montaña.
Mientras Negrito no salió de casa, lo que sucedió durante un par de semanas, ya que Beatriz temía que se escapara, no hubo problemas, después de que su padre lo llevara de paseo a la tertulia de sus amigotes y lo dejara ir y venir por el parque junto a la residencia de ancianos, las cosas cambiaron un pedazo. Micifú, por mucho que leyera a Shakespeare y le encargara de vez en cuando algún libro de la biblioteca municipal, se manifestó posteriormente como un brutote. En cuanto pudo ir y venir libremente por la casa y salir al patio o al jardín, Beatriz ya no pudo estar tranquila. El mismísimo primer día que le dejaron salir al jardín, al muy bruto ya le descubrió desde la ventana merendándose un pajarito, jugaba con él, lo lanzaba al aire, lo atrapaba, le daba palmaditas con las manos como si fuera una pelota de goma; a veces lo tomaba entre ellas y lo alzaba a lo alto como invitándole a volar, y el pájaro, más muerto que todas las cosas, caía al suelo donde Negrito lo recogía para llevárselo entre los dientes al rincón en donde un enano de piedra parecía cuidar de las flores de un arriate en talud en que todavía las rosas vestían los últimos pétalos de la temporada. No le faltó tiempo a Beatriz para bajar corriendo las escaleras con una escoba en la mano y gritando: bruto, Micifú bruto, ¿qué has hecho con el pobre pajarito?, ¿es que quieres ser tan bestia como lady Macbeth, cacho animal? y blandía la escoba en alto tratando de alcanzar al gato que, alucinado con la salida de su pacífica ama, no comprendía lo que estaba pasando y tuvo que poner pies en polvorosa trepando a lo alto del peral. Allá abajo, tu ama con los brazos en jarras y con la escoba todavía en la mano, miraba para arriba y no paraba de lanzarle improperios. A Micifú se le entristeció el ánimo, se parecía a Platero aquel día que, merodeando enamorado en torno a su amada, una burrita que pastaba junto a la acequia del pueblo, sintió que venía el poeta, su dueño, y tomándole de la brida lo arrastraba hacia el patio de su casa. Los rebuznos de lamento de Platero eran los maullidos de Negrito desde la copa del peral pidiendo clemencia a su dueña.
Cuando ésta, enfurruñada y con el entrecejo fruncido, se dio media vuelta y, como un cabo furriel que deja por imposible a una panda de reclutas novatos, se dirigió a la casa llevando la escoba como si del fusil reglamentario se tratara, Micifú, embargado por un tremendo sentimiento de contrición que le subía desde la barriguita al pecho, se quedó en blanco sin saber qué hacer. Quería abandonar el escenario, esconderse en algún sitio, pero no deseaba descender del peral y enfrentarse así a su dueña de nuevo. Miró para arriba, una de las ramas gruesas del árbol tocaba el canalón que cruzaba de parte a parte el alero del tejado. No tenía él todavía mucha práctica en eso de trepar a semejante altura, pero acongojado como estaba y con esa necesidad que le venía de pulgar su culpa lejos de los mortales, decidió probar suerte. No le costó mucho trabajo, sus uñas mordían bien en la corteza de la rama; cuando llegó casi al final, ésta se cimbreo un poco, pero como estaba apoyada en el canalón no cedió. De un brinco saltó sobre el tejado. Fue derecho a recostarse sobre los ladrillos de la chimenea. Allí, en el rincón que quedaba entre la parabólica y el muro, se tumbó a rumiar su pena. 




Micifú recuerda a sus hermanos





No, no está bien haber dejado entre las manos de Micifú a la parentela de Shakespeare, ni, acaso, aunque el ágape del barman bien estuvo, haberle hecho contemplar ese tipo de tertulias que se daban esa mañana en el bar. Qué se pensará si no el gato del mundo en el que ha empezado a vivir si lo que se le da es el pan amargo de la desgracia y la ambición desmadrada, la insensatez de los políticos. Probablemente habría sido mejor dejar en sus manos Platero y yo, y alimentarle con naranjas mandarinas y uvas moscateles, como al burrito, y acaso llevarle de paseo a ver eclipses y entretenerle con poéticas charlas con las que mitigar la locura que campa desorientada por el mundo; cosas más acordes éstas con su condición gatuna y sobre todo con la educación que ha de recibir un fiel compañero del vecindario.
Después que lo despertara don Rafael habían vuelto al coche y ahora paseaban por el parque uno al lado del otro mientras aquél se fumaba un purito. Cuando pasaron junto al quiosco de la churrería, Micifú sintió que se le subía por el esófago una bola de tristeza. El doloroso imperativo de la supervivencia le había alejado de sus hermanos, recordaba sobre todo el más pequeñín, Peluco, su cuerpo menudo, su mirada siempre ausente, su timidez, agazapado comúnmente en un rincón alejado de los demás; apenas probaba bocado durante días, parecía como si se mantuviera del aire, como destinado a producir una sensación de pena en los demás; todo aquel que lo conocía terminaba acogiéndole bajo su protección. Como era tardo e inapetente sucedía que Bartolo y Canela terminaban a menudo comiéndose su ración, de un manotazo le quitaban lo que parsimoniosamente olisqueaba una y otra vez antes de decirse a probarlo. Peluco miraba el mundo desde la lejanía inconfundible de los que han nacido para vivir en el humilde rincón de su soledad. Era asustadizo y temeroso de todo lo que se movía a su alrededor; cada vez que a su lado se producía un pequeño ruido echaba a correr como alma que lleva el diablo. Fue el último en nacer, parecía que se hubieran terminado hacía rato el alumbramiento con aquel trío, cuando de repente Peluco, con los ojos cerrados y lleno de los pringues del parto, apareció bajo el abdomen de su madre. Todavía estuvo allí esperando un rato hasta que ésta terminó de limpiar y lamer concienzudamente el cuerpecito de sus hermanos; cuando hubo acabado con ellos empujó a éstos a un lado con la testuz y se dedicó a dejar a su último cachorrito limpio y presentable. Era un día caluroso de julio, los churreros se habían marchado de vacaciones y la madre pudo dedicarse enteramente a las tareas del parto sin que nadie viniera a estorbarla.
Se encontraba mal desde hacía un par de días. Con su barriga rozando casi el suelo había hecho la ronda de todos los contenedores del barrio, pero fue inútil, no encontró uno sólo abierto. A última hora, cuando ya la ciudad dormía y el silencio era interrumpido sólo por alguna lejana sirena, había notado que algo se movía junto a una alcantarilla cercana al quiosco. Fue su perdición, aquella rata debía de estar más envenenada que todas las cosas, apestaba ya a muerte, pero tenía tanta tanta hambre que no pudo resistir la tentación de probar un poco de aquel ser peludo que la miraba con ojos de estar ya en otro mundo. Era el principio del fin. Todavía tendría tiempo de parir y resistir dos o tres semanas pero de hecho su tiempo se había acabado. Le esperaba momentos difíciles, su cuerpo apenas producía leche suficiente para sus pequeños, Peluco apenas tenía fuerzas para mamar la poca leche que salía de sus pezones, pensó que aquel gatito moriría incluso antes de hacerlo ella.
Un día, cuando sus crías correteaban antes de dormir en el cuartito de los tratos del quiosco-churrería,  se sintió tan mal que pensó que no duraría más de aquella noche. Fue al amanecer, todo estaba perdido, vomitó varias veces durante la noche pero a esta hora, las náuseas y una sensación de estar faltándole el aire en los pulmones, la hizo abandonar su refugio y salir al exterior. Antes de fallecer todos sus pensamientos fueron para sus pequeños. En el último momento tuvo unos minutos para cada uno de sus hijos; Negrito con los ojos saltones de quien se admira de todo lo que se mueve a su alrededor, sociable, listo como ninguno, con su hociquillo de color fresas con nata; seguro que él no tendría problemas cuando ella faltara. Después pensó en Canela, el grandullón y brutote Canela que ya a los pocos días de nacer se había presentado con un ratoncito mínimo en la boca con el que se pasó la tarde jugando; Bartolo, el de pelaje atigrado, una pizca desconfiado, pero juguetón y cariñoso, siempre dispuesto a ponerse panza arriba para que le arrascasen la barriguita; y por último, el pobre Peluco, con esa cara de menesteroso, tímido, siempre mirando de lejos los juegos de sus hermanos, siempre solitario y poco sociable. Él será el que peor lo pase, pensó mientras cerraba los ojos y su cuerpo emitía un lastimero maullido en donde estaba concentrado todo su inmenso dolor. Ya no pudo más, quiso recostarse en el tronco del cerezo que crece junto al quiosco, pero sus piernas le fallaron. Se derrumbó sobre el suelo. Acababa de expirar. 

Micifú se va de tertulia





Estaba Midifú terminando la lectura del monólogo de Lady Macbeth en el que ésta concibe el propósito de asesinar a Duncan para lograr que su marido llegue a ser rey, aquellas palabras llenas de ambición: Ven, noche espesa, ven y ponte el humo lóbrego de los infiernos para que mi ávido cuchillo no vea sus heridas..., cuando oyó que alguien le llamaba desde la calle; retiró el libro a un lado y miró hacia abajo. El papi de Beatriz, con la cara de los buenos días en que uno se levanta feliz y contento como un canario satisfecho, le llamaba animadamente: Eh, gato, baja. ¡Venga! A Negrito le daba cosa dejar a Lady Macbeth en tal estado de exaltación, pero optó por hacerle caso, era una novedad que el señor Rafa le llamara de aquella arrebolada manera. Pensó enseguida en la película que habían visto juntos el día anterior, esas pequeñas cosas que hacen que las personas se sientan cerquita unas de las otras; también él le había empezado a tomar afecto. Total, cerró el libro, lo dejó cuidadosamente sobre el alféizar, saltó sobre el cercano canalón y se dejó deslizar por éste como si estuviera descendiendo el palo de una cucaña en las fiestas de su pueblo.
Venga, sube, le dijo don Rafael al mismo tiempo que abría la puerta del coche. Negrito saltó sobre el asiento delantero. El coche se puso en marcha. Muy chuli, sí señor, se dijo para sí. Era la primera vez que montaba en un cacharro de esos. Llegaron hasta unas tapias cubiertas por madreselva, torcieron a la izquierda, y, después de una rotonda, se encontraron con el parque, los plátanos, los cerezos, el enorme chorro de agua del estanque. Micifú, que andaba un poco admirado dentro del confort del automóvil, tuvo de pronto un terrible presentimiento; se pensó que el padre de Beatriz iba a dejarlo en el mismo sitio donde había sido recogido unas semanas antes. Le entró friolera imaginar que de nuevo iba a tener que andar cazando ratas o comiendo en los contenedores; aquello de daba dentera; corrió por su cuerpo un estremecimiento. Pero no, don Rafael no paraba, disminuyo la velocidad frente a un badén, pero enseguida metió la tercera y volvió a acelerar. Pararon en una calle llamada Ruiz de Alda. Rafael lo cogió en brazos, cerró la puerta del coche, cruzaron la calle y se metieron en la cafetería de enfrente; allí lo volvió a dejar en el suelo.
— A los buenos días —saludó, dirigiéndose a la barra en donde un grupo de clientes departían junto a unas tazas de café.
— ¡Vaya! —dijo mirando al gato, que un tanto asustado no se separaba de la pernera de don Rafael—, novedades tenemos. ¿Es tuyo ese minino? 
Éste  se agachó de nuevo y tomó a Negrito en sus brazos.
— ¿Qué, no os gusta? Es el tío más listo de toda la peña del barrio.
El micifú miraba a aquellos cuatro señores de hito en hito, todavía inseguro de cuales fueran a ser las intenciones del padre de Beatriz. Podría suceder que quisiera deshacerse de él y regalarlo a algún amigote, pero no, definitivamente aquello se parecía más a una presentación en sociedad que a otra casa. Tras algunas carantoñas sobre el lomo por parte de un tertuliano, un señor bajito que bizqueaba y que exhibía una bondadosa expresión de acogimiento, don  Rafael terminó dejándole en el suelo mientras los otros reemprendía la conversación interrumpida momentos antes.
— Mira, que yo te digo que ni el alcalde ni nadie; en España, salvo pocas y honrosas excepciones, la clase política la componen una banda de aprovechados, gorrones, chorizos, señoritos de postín con el culo tan muelle que no pueden viajar en clase turística porque se les alteran las almorranas, listillos de tres cuartos que buscan hacer carrera y vivir a cuerpo de rey lo mejor que pueden a costa de los contribuyentes; sus señorías no tienen vergüenza, no, ni una pizca de decencia —decía con excitación el barman mirando al trasluz una de las copas que se empeñaba en secar concienzudamente.
Un señor con unas anticuadas gafas con lentes de culo de botella, que liaba parsimoniosamente un cigarrillo unos metros más allá en la barra, se me metió por medio,
— Pero vamos, dime, ¿tú sabes cuando eso no ha sido así? A todos les enloquece el tufillo que desprende el dinero. Señores que quieren vivir bien, mangonear; por demás a todos se les hace el culo agua pensando en la sustancia que van a sacar de aquello. No hay dinero, pero ya están contratando a trescientos y pico antidisturbios más para que velen por sus intereses y el interés de sus amigotes, las multinacionales, el Botín ese, los bancos, todos los que tienen dinero.
— Y cuidado, no te vayas a dejar a un lado al Opus y a nuestra santísima Iglesia Católica —intervino José, un pequeño empresario que últimamente había encontrado en el mercado chino clientela para un vino aceptable que al decir de don Rafael valía mucho más que todo lo que se producía entre Cariñena  y la ribera del Duero—, ahí, en la Iglesia, se forman la flor y nata de la mafia de este país.
Micifú se encontraba un tanto aturdido por esa avalancha de epítetos que no dejaban títere con cabeza.
— ¿Qué, Juan? —se dirigió Rafael al barman—, ¿no tienes nada para mi gato, o qué?
— Joder con el gato —dijo éste, dejando las copas a un lado y sacando de debajo del mostrador un platito de loza—. De modo que la gente ya no tiene para comer y tú te vienes con un micifú a comer de restaurante. Vivir para ver.
Pero el barman, un hombre con una respetable barriga de bebedor de cerveza con el cráneo brillante como una bola de billar a consecuencia de algunas sesiones de quimioterapia, era tan buena persona que no dudó en prepararle un sustancioso menú al micifú. Tomó una cuchara y se fue más allá donde, en bandejas rectangulares de porcelana, protegidas por un vidrio, nadaban inesperadas golosinas que enseguida produjeron en el sistema digestivo de Negrito un repentino fluido de jugos gástricos. El barman dio la vuelta a la barra y fue a depositar el platito en el suelo junto a los grandes vitrales que daba al exterior. Micifú abandonó la pernera de don Rafael y salió pitando atraído por aquella inefable y repentina aparición. Todavía dudó medio segundo y se preguntó si no estaría soñando. Antes de hincar el diente a aquello cerró los ojos e inhaló toda una nube de gusto que se desparramaba a nivel del suelo. No se olvidó de dar las gracias al camarero, se le puso el cuerpo blandito y emitió un agradecido miau mientras inhalaba esa nube de gusto que tenía frente a sí.
Negrito se puso como el Quico, la conversación de los tertulianos le llegaba como envuelta en una algodonosa distancia, como el tintineo de un sonajero que le invitara a echar una siestecita. Cuando hubo terminado se sentó, dedicó unos minutos al aseo personal, largos lamidos alrededor de su hocico, las manos, las patas; se rascó a continuación el cuello allá donde un trocito de nieve se hacía punta de lanza sobre la suave ceniza moteada de negro que cubría sus omóplatos y, enroscado sobre sí mismo con la cabeza sobre las patas, se quedó dormido.

Micifú soñó con Lady Macbeth y con todos esos chorizos de los que hablaban aquellos señores en la barra del bar. Decididamente los humanos eran unos seres bien extraños, asesinos para conseguir el poder, mangantes de por vida, candidatos, como ese de los chorizos que había visto en uno de los carteles del local, un montón de preocupaciones y de angustias y quimeras; total para vivir dos días y convertirse en abono al siguiente; cosas así leía aquella mañana en Shakespeare, pobres cómicos que se pavonea y agitan una hora sobre la escena. Su cuerpo chiquitín emitía no obstante un suave ronroneo de placer. Comer, dormir, soñar y tener la conciencia tranquila, en eso parecía parar la sencilla filosofía del micifú.

Micifú lee a Shakespeare







Estaba a la mañana siguiente Micifú leyendo tan panchamente recostado en el alféizar de la ventana al sol, cuando le sorprendieron con un ramalazo inesperado los siguientes versos de Shakespeare: la vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye, un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa. Caray, se dijo de inmediato quitándose las gafas y poniéndoselas en la frente a modo de visera; se quedó un momento considerando aquellas palabras mientras miraba el ajetreado ir y venir de los vecinos por la acera de enfrente, una señora rolliza con ojos de pez que tiraba del carro de la compra, un jubilado que sacaba a pasear a su perro, un señor llamado Melquiades que en ese instante pasaba volando en su alfombra mágica por encima de las parabólicas de los tejados. Así que no somos nada ni nadie, añadió para sí. Eso se parecía notoriamente a algo sobre lo que había estado reflexionando recientemente relacionado con el concepto maya del hinduismo; la meta de la autorrealización espiritual es sentir intuitivamente la diferencia entre el yo y el universo como una falsa dicotomía, había leído poco antes en la Wikipedia; cada persona era, se decía allí, como una breve y perturbada gota de agua en un océano sin límites. Maya era la ilusión de tomar la realidad que ven nuestros ojos por la realidad sustancial de nuestra existencia, la ilusión de confundir el mapa con el territorio, el dedo que señala la luna con la luna misma.
Le era ardua la tarea de iniciarse en los conceptos básicos que definían la existencia de los humanos. Recordando la vida que se expresaba en los cuadros de Botero y Dalí o haciendo recuento de los partidos de fútbol que semanalmente emitía la televisión, la cosas de la vida parecía más sencillas, pero en el momento que uno miraba con un poco de profundidad la realidad que se cocía entre el espacio del rincón velludo de las partes pudendas y la parte inferior del cuero cabelludo la perspectiva cambiaba bastante; las cosas del sexo, las del corazón y aquellas otras que deambulaban por el cerebro, y todas ellas mezcladas y entre sí y agitadas, formaban un formidable universo que bien merecían que él se tomara la molestia de leer un buen puñado de libros cada pocas semanas. Ya le había oído tiempo atrás decir a Beatriz que hacía mucho que no leía tan atenta y con tantas ganas, lo que le hizo suponer a él también que esa actividad podría reportarle grandes beneficios, con lo cual desde entonces no había dejado de visitar asiduamente la biblioteca pública del pueblo, siempre atento a intentar comprender qué fuera eso de la vida, el por qué se hace esto o lo otro, cuál era la razón de la agitación continua de las personas, sus ganas de comprar cosas, sus deseos de tener un coche o un chalet en lo alto de una nube; o bien saber cómo se llegaba a ese estado de locura que les entraban a ellos y ellas cuando unos u otras se enamoraban. Todas cosas dignas de ver, que diría Santa Teresa de Jesús, otra de las lecturas que le habían puesto sobre la pista de esa otra locura de creer que existe un dios padre del universo que dedica por puro aburrimiento sus días a juzgar a unos a otros preludiando un infierno o un cielo para ellos en vez de dedicarse a echar una buena partida de ajedrez o a jugar a los bolos con Belcebú.
De todos modos la inteligencia no parecía ser patrimonio de la condición humana a juzgar por lo que él veía continuamente a su alrededor, en la prensa, en la televisión, en la calle. Estos locos de atar, ya empezaba a conocerlos bien, se pasaban la vida agitados e inquietos como hormigas que no pudieran parar un momento, siempre comportándose como si la existencia les fuera a durar treinta o cuarenta siglos. De ahí que tanto le chocaran hacía un rato aquellos versos de Shakespeare.
La sombra de un árbol había venido a interponerse entre él y el sol; sintió un poco frío, así que dejó cuidadosamente el libro a un lado poniendo atención para que no saliera volando hasta la calle y, haciendo un ejercicio de malabarismo —hay que tener en cuenta el alféizar no tenía más allá de diez o quince centímetros de ancho y la ventana distaba del suelo no menos de ocho o nueve metros—, se dio la vuelta y buscó la otra jamba de la ventana donde volvió a apoyar el lomo. Esto de vivir de gorra, pensó, es una de las grandes maravillas de la vida. Te haces pasar por tonto, como que no sabes hacer nada, absolutamente nada, ni siquiera fregar los platos o barrer la cocina y ya lo tienes todo arreglado, tan solo te queda la molestia de bajar hasta el plato de la comida cuando te viene el apetito.
Uummmm, sintió una agradable sensación de bienestar; se estiró y miró cómo la vecina de enfrente, apoyando sus enormes tetas sobre el alféizar de la ventana, sacudía la alfombra con la pasión y la energía de una rolliza valkiria que trotara compulsivamente camino del palacio del dios Wotan para entregarle a éste el anillo del Rhin; siguió después con la vista las evoluciones de un crío que bajaba la calle haciendo cabriolas con su patinete mientras abrazaba contra su pecho una bolsa de tela por donde asomaban unos curruscos de pan la mar de apetitosos. Por cierto, que los humanos son la mar de ingeniosos, pensó recordando la cantidad de palabras que pueden llegar a usar para nombrar una cosa tan sencilla como uno de los extremos de la barra del pan. Para esta parte cada familia de castellanoparlantes parecía tener su propio nombre particular; había mirado por curiosidad en un foro y había encontrado todas estas palabras para nombrarla: cuco, tetilla, teta, currusco, currunco, coscorrón, culo, coquito, coco, pico, corrosco, cuerna, cipotillo, punta, rua, pezón y crostó; de todas maneras la que más gozaba de éxito seguía siendo la de currusco, que era como lo llamaba la abuela de Beatriz; y ya se sabe que en estas cosas lo que dice la abuela va a misa.
Era hora de volver a la lectura; Macbeth V, v: eso, la gran incógnita de eso que llaman vida: un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa.




Micifú va al cine






Aquella noche, Micifú estaba sentado ricamente en el regazo del padre de Beatriz. Sí, ¡quién hubiera imaginado semejante bucólica escena unos días atrás! Él, un señor tan serio, enemigo de gatos y perros desde siempre, se había convertido por arte de birlibirloque en el concienzudo padrino del gato que no dejaba en paz a toda la familia para que a éste no le faltara de nada. Beatriz, ¿has puesto la leche al gato?, decía; o bien, acuérdate de comprar el pienso para el micifú éste, le decía a su mujer; o también: ¿has cerrado las ventanas de arriba? Ya estaba pensando que Negrito iba a tirarse por una de ellas o algo así, ¿o acaso temía que ahora que había encontrado un nuevo motivo de distracción, incluso de cariño, diría yo, podía el gato fugarse como un vil pusilánime dejando allí a la familia compuesta y sin novio? Total, que ahora no pasaba noche en que, cuando encendía el fuego de la chimenea y se disponía a ver la película de costumbre, el micifú no trepara hasta su sillón y se le subiera en el regazo. Negrito había descubierto que dentro del cuerpo de aquel papi, como le llamaba su hija, había un corazón grandote que había que conquistar a toda costa; bueno, ni eso, vamos, que se había encaprichado de él hasta tal punto que no pasaría muchos días antes de que Micifú lograra que Rafa, el señor de la casa, consintiera en que le acompañara en su matutino paseo al bar en donde una tertulia de recién jubilados se desayunaba con un cafetito y una copita de anís o cazalla; igualito que en los tiempos de la posguerra, sí señor.

Así que dicho y hecho, Negrito se había despedido de Beatriz, que tenía que terminar una presentación para sus clases del instituto y, bajando las escaleras en trotecillo, había salido disparado hacia el salón. La película estaba en los títulos de crédito, El cisne negro, se titulaba. Dio un brinco sobre el sillón y se fue derecho a encontrar su postura en el regazo de Rafa. Éste, para que el gato estuviera más cómodo, lo cogió en alto, tomó un cojín, se lo puso sobre las piernas y depositó al micifú sobre él. Ambos miraban ahora atentos la pantalla, el cisne blanco bailaba describiendo pequeños tornados alrededor del escenario perseguido por una especie de príncipe; pero de pronto, apenas sin transición, éste se transformaba en una especie de Batman de horripilante pinta y abrazaba al cisne como un enamorado clavándole sus uñas en la espalda. Mal asunto, se dijo Negrito, el Bien y el Mal, la ingenuidad y la gracia frente a la astucia y la sensualidad; mal asunto porque él hubiera preferido para aquella noche algo más sencillito, una comedia de Billy Wilder, por ejemplo, algo así como Con faldas y a lo loco o La tentación vive arriba; pero no era cosa de ser exigente, al menos en estos primeros tiempos de la adopción. La protagonista, Nina, representada por Natalie Portman, le inspiraba la sensación de un personaje del que podría aprender mucho; Nina era la inocencia en persona, pero sabía poco de las cosas de la vida, su pasión estaba por estrenar, la educación acaparadora de su madre habían convertido aquella mujer en una niña dócil y obediente. Ya tenía él en eso un mensaje para no dejarse adormecer entre las cuatro paredes de la casa, sí, vivir a mesa puesta y pasar el día dormido en un rincón haría de él un holgazán, seguro que su cerebro se le habría hecho mantequilla si no tomaba debida nota. Proseguía la película y Micifú sentía cada vez más claro que, aunque cómodo y calentito, debería en el futuro, cuando su presencia se hubiera asentado en aquella casa, empezar a merodear por las calles de la vecindad a la búsqueda de nuevas aventuras. Le gustaba también el papel de la compañera de Nina, Lily, que actuaba de contrapunto a aquélla y resultaba muy atractiva en su rol lleno de sensualidad y sagacidad.
A mitad de la película Negrito sintió necesidad de hacer pis y, como no podía decir a Rafa que parara aquello mientras tanto, saltó veloz sobre la alfombra, corrió al cuarto de baño en donde Beatriz había colocado una caja con arena especial para él, escarbó apresurado sobre la gravilla hasta dejar aquello a su gusto, se demoró allí unos segundos mientras el chorrito cantaba sobre la arena y rápido se fue otra vez sobre el regazo de Rafa. Ahora Nina y Lily luchaban en el camerino, las dos querían ser la primera estrella del espectáculo; Nina mata a Lily, pero es sólo una alucinación. Después pasan cosas raras, pero no importaba, lo que sí estaba claro era que Nina se había independizado de su madre, había aprendido a enfrentarse a su cuerpo y llenarlo de placer y espontaneidad y, por fin, desinhibida de una educación que le había frustrado e impedido crecer y sacarle sustancia a la vida, había finalmente conseguido soltarse y actuar por sí misma sin la tutela de la madre o los impedimentos de la educación que había recibido. Nina era aplaudida a rabiar al final de la representación, pero era un final un poco angustioso, su éxito, su triunfo se ve empañado por un chorro de sangre que mancha el blanco espectacular del cisne blanco. Acaso él, que era un gato un poco simple, podía sacar la moralina de que no hay nada que se pueda conseguir sin un un poco de sufrimiento; quizás.
Desde luego daba gusto ver cómo Nina, a pesar de sus alucinaciones y los problemas que tiene en contra, iba convirtiéndose en una mujer redonda; redonda, es decir, más apañada, vamos, cómo decir, más ella misma, alguien no predecible con variados y ricos aspectos de su personalidad. Para decirlo con una sola palabra, Nina se había convertido en alguien interesante. ¿No estaba mal después de todo, no? Convertirse en alguien interesante ya era un buen objetivo para la vida, aunque se tratara de un gato. Y ya se imaginaba el gatuneando por los alrededores del parque engatusando a las gatas con un parloteo sobre filosofía de la vida o departiendo con otros micifús a la sombra de los plátanos sobre las causas de la situación económica que vivía el país, o sobre cine y teatro, incluso sobre pintura o música, si venía al caso. De gato convencional nada, él había nacido para ser un gato interesante, un gato deslumbrón que cuando paseara en primavera por las calles del barrio fuera poniendo húmedas a todas las gatas con las que se topase. No, no quería ser un tenorio, que eso terminaba en definitiva en aburrir al más pintao, él quería imitar a Nina, la de la película, aprender con ella, saber del todo qué le pedía su cuerpo y su alma y hacerlo.
Amén. ¡Vaya soliloquio que se traía el tío!, y eso habiendo llegado a la vida como mucho al final de la última primavera. 





Micifú descubre las bondades de vivir en familia.





Media hora más tarde un suave ronquido vino a despertar al micifú; Beatriz, flotando en la algodonosa calidez de los recuerdos, se había dormido finalmente. Ahora, con la cara beatífica de los que no han roto un plato en su vida, aparecía plácidamente arropada en los brazos de Morfeo. Micifú se incorporó, estiró sus bracitos emitiendo un suave bostezo, se lamió las patas y luego con, su mano derecha húmeda, hizo una pasada por su rostro gatuno intentando despejar sus bonitos ojos verde oliva de las legañas. Acto seguido echó un vistazo al mundo de abajo donde Tobi y Laica dormían; sus cuerpecitos lanosos, arrebujados como dos pelotas de lana sobre los cojines, emitían un candoroso susurro de bienestar. Por la rendija de la puerta se colaba, fina y delgada, una línea de luz procedente del pasillo.


Decidió salir a dar un garbeo nocturno. Dio un brinco hasta la moqueta y se dirigió a la rendija de luz, salió al descansillo y, viendo que no había moros en la costa, pensó en darse una vuelta por la planta baja; bajó las escaleras y se dirigió a la cocina a ver si pillaba algo. Beatriz le había dejado un platillo con leche en el rinconcillo del lavavajillas; ¡qué maja era esta chica!, se dijo, y se estremeció de gusto pensando en las últimas noches que había pasado a la intemperie comiendo en los contenedores o acechando en las alcantarillas algún ratón. Se sentía francamente bien. ¿Cómo sería vivir a partir de entonces en el calor de una familia?, esa hermosa institución que tienen los humanos en la que las personas se siente acogidas y queridas; tener un techo desde que naces, todo organizado, cada uno su papel, unos trabajando fuera para mantener al conjunto, otros en casa cuidando de los bebés o haciendo las tareas domésticas; y además tener a alguien a quien contar tus penas; la verdad es que una familia era un milagro; los humanos no saben lo que tienen con eso de la familia, continuamente quejándose, que la crisis por aquí, que la crisis por allá, que tú, que yo; la verdad es que son unos protestones, susurraba para sí. Si no fuera porque parece un poco pedante, diría que la familia es la más eficiente de las instituciones humanas. Y si no que se fijen en nosotros los gatos que naces y después de unos días de mamar ahí te las entiendas tú solo.
El micifú las había pasado canutas en las últimas semanas. Su madre, una bonita gata de manchas color canela y bigotillos estirados y rígidos como raspas de sardina, pocos días después de nacer él, en un momento de desesperación hambruna, había comido parte de una rata que había pasado sobradamente la fecha de caducidad y se había puesto muy muy enferma. Un domingo temprano, cuando el dueño del puesto de churros que hay en el parque y en el que habían encontrado cobijo él y sus tres hermanos, abría su chiringuito, se encontró con que su madre no le azuzaba para que saliera inmediatamente de allí antes de que el churrero se diera cuenta de su presencia. Miró adormilado alrededor y encontró que allí sólo estaban Canela, Bartolo y Peluco; su madre había desaparecido. Salieron los cuatro por el hueco que dejaba una tabla rota de la parte de atrás y, a pocos metros de allá, junto al tronco de un cerezo, esos de hojas color vino que recorren el parque, encontraron a su madre durmiendo. Era raro, mamá no dormía así, estirada, tan rígida. Micifú se acercó y se fue derecho a mamar de una de las tetillas; pero los pezones de mamá estaban fríos y rígidos, todo su cuerpo parecía un trozo de cartón piedra, su madre tenía los ojos abiertos, no respiraba. Intentó en vano sacar leche de su pezón. El cuerpo de su madre se lo llevarían aquella mañana los empleados del servicio de limpieza; él desde su escondrijo vio como unos individuos vestidos de amarillo y verde fosforito lo metían en un saco y se lo llevaban en un carrito. Los días que siguieron fueron terribles. Techo tenían; siguieron viviendo unas semanas en el puesto de churros cuando el dueño se marchaba, pero comer fue más complicado, se pasaban el día escondidos en el rincón de un cuartucho donde el churrero guardaba algunos trastos; allí fue que encontraron un día un pequeño caldero que parecía estar destinado a hacer yogurt. Pero un día se acabó aquello y tuvieron que buscarse la vida en la calle. Se le ponían los pelos de punta pensando en aquello. También sus hermanos habían desaparecido, aunque todavía conservaba la esperanza de encontrarlo. Ya planeaba por su cabeza la idea de que Beatriz le admitiera en sus paseos por el parque cuando sacaba a Tobi y Laica; quizás anduvieran todavía por allí.
A Negrito, que así se llamaba el protagonista de esta historia, se le estaba poniendo el alma un poco nostálgica pensando en sus hermanos, probablemente a estas horas pasando frío en alguna calleja de los alrededores del parque, porque lo de la churrería se acabó, el dueño debió de descubrir que algún pequeño cuadrúpedo se bebía su leche y enseguida había taponado aquel agujero de la tabla rota que era su acceso a su dormitorio desde que nacieron. Pensando en estas cosas y en lo chachi que puede ser vivir calentito en el seno de una familia, se dio media vuelta y se dirigió al cuarto de estar. Por las puertas acristaladas del salón entraba una débil luz anaranjada que iluminaba difusamente las paredes. En una de ellas había pintada una mujer de espaldas que miraba a través de la ventana el mar. Cuando fuera más mayor sabría que el cuadro pertenecía a un rancio y engreído pintor llamado Dalí que se había pasado toda la vida payaseando de aquí para allá y haciéndose tratar como si fuera el genio al que la humanidad debía de rendir pleitesía. No, ese señor de los bigotes engominados no le gustaba, pero el cuadro sí, tenía cierto encanto ese tono azulado del conjunto, la actitud de la mujer como de quien está esperando a su novio a la caída de la tarde mientras el mar se va cubriendo poco a poco de malva, mientras la cortina es suavemente movida por la brisa que viene de la bahía.


Negrito, como se verá más adelante, nació dotado para muchas cosas y entre ellas lo más notable era su actitud para poder apreciar las cosas bonitas de la vida, no sólo lo cuadros, también su agudeza para captar de un vistazo a las buenas personas, y no es la menor prueba de esto el que tan inmediatamente se hubiera fijado en aquella chica de ojos grandes, que después descubriría que se llamaba Beatriz y que tan pronto decidió acogerlo. Más a la derecha, sobre el hueco de la chimenea, descubrió otro cuadro que le gustaba, este era de Botero. A Botero, igual que a Modigliani y otros les cayó del cielo encontrar en el mercado muchos que alababan la singularización de su estilo, lo que les llevó a explotar durante toda su vida esta especial característica, cosa que les resultó, especialmente al primero, altamente rentable. No obstante había que ser justo y no dejarse engañar por las generalizaciones. A Negrito este cuadro le gustaba sin más, aunque Botero hubiera afirmado cínicamente que él no había pintado una gorda en su vida, que lo que hacía era expresar el volumen como parte de la sensualidad. Ni siquiera un gato podía creerse estas palabras del pintor de gordos y gordas. No era para tanto su fama, pero había que reconocer que muchos de sus cuadros tenían un encanto inapreciable: los colores cálidos, las formas excesivas; los temas cotidianos de su panoplia pictórica eran una fuente de recreo. Por demás, los dos cuadros que había en el salón añadían un valor adicional, eso lo sabría después de labios de Beatriz, por el hecho de que fueran reproducciones en punto de cruz hechas por su madre. Su madre, Monse era su nombre, había llenado la casa con delicadas pinturas hechas siempre con la misma paciente y laboriosa técnica. A su padre, un señor de bigote robusto y mirada escrutadora que gustaba coleccionar casettes, cedés y películas de toda condición y, que amaba, como su tío Alberto, sentarse frente al fuego de la chimenea durante horas interminables, no le decía mucho la pintura de Dalí, pero sin embargo era un forofo de las de Botero; se ve que le gustaban las carnes prietas y exorbitantes de sus cuadros. Y es que era  una característica apreciable de los cuadros de Botero su  vitalidad desbordante; esa trinidad de color, forma y exuberancia ya valían por sí mismas las ganas de vestir las paredes de casa con alguno de sus lienzos.


Al micifú casi le entraban ganas de aprender a pintar. En fin ya llegaría el tiempo, no está de más empezar a acumular desde pequeñín, se decía, delicados deseos con que llenar la vida que ha de venir. Un gato pintor siempre sería una novedad apreciada en el mundo de las galerías de arte.
Decidió que ya estaba bien de paseo nocturno, que mejor se subía otra vez a echar un sueño. Arriba Beatriz dormía como un bendito, también Tobi; Laica por el contrario se había alzado sobre el cojín y le miraba con cara divertida como diciendo ¡qué!, ¿de picos pardos por ahí? Negrito la miró algo sorprendido; que jodía, se dijo, qué cara de divertida tiene esta perra; y luego para sí: estos cachorrillos lanudos tienen pinta de ser buenos camaradas, habré de tenerlo en cuenta a la hora de buscar a mis hermanos. Y deferente como un señor de principios del siglo pasado, como si se quitara el sombrero para saludar a la dama a la que cedía el paso para subir al landó, inclinó la cabeza y emitió un débil maullido a modo de buenos días. La luz del alba había empezado a asomarse a la ventana. El micifú trasnochador dio un salto, se subió al edredón y se dispuso a dormir un rato.