Accidente






En aquel momento se oyó la puerta de la calle al otro lado de la casa. Hugo, que no quitaba ojo a su abuelo encaramado a la escalera, salió corriendo pensando que sería su abuela. Efectivamente su abuela Monse entraba ahora sudorosa con sus bastones de marcha en la mano. Hugo la tomó de la mano y la arrastró con determinación hacia el jardín:
—Ven, abuela, ya verás lo que está haciendo el abuelo —y no cejó hasta que tuvo a la abuela debajo del peral.
Esta miraba para arriba como quien ve una alucinación.
—Alá, ¿pero qué haces tú ahí —se dirigió a su marido, que en ese momento trataba de hacer pasar su cuerpo por el enmarañado de las ramas en las que se enganchaba su bata de estar por casa — ¿Estás loco?
Don Rafael, en ese momento ocupado en atravesar las anfractuosidades de aquella selva en la que él se sentía una especie de Tarzán intentando rescatar a una mona Chita en apuros, soltó un taco, tiró de una rama que se le había metido en la bocamanga y miró entonces hacia abajo con cara de fastidio.
Mientras tanto el circo estaba montado: Hugo, agarrado a la mano de su abuela no quitaba ojo a su abuelo, Tobi, a su lado, emitía breves bufidos de perplejidad, a Laica se le escapaban algunos suspiros de pesar. Eso, a ras del suelo, porque arriba, poco a poco había ido tomando posición en el filo del canalón el concurrido público de los gorriones que eran los habituales comensales del comedero que Beatriz había fijado en el tronco del peral la pasada semana. Naturalmente también estaba Micifú que, como protagonista de todo aquel enredo miraba la fiesta compungido y pensando en el pollo que había montado con su feliz idea de subirse al tejado.
Don Rafael ni se dignó contestar, ocupado como estaba en tener a raya a su vértigo y en desembarazarse de las ramas que se enganchaban continuamente en su ropa. Más alto era imposible subir por la escalera, el apelotonamiento de ramas se lo impedía, así que se armó de valor y decidió abandonar la escalera y trepar por una rama discretamente gruesa que se elevaba hacia el canalón. Dejar la escalera y quedar a su suerte sobre la rama tuvo sobre su fisiología el curioso efecto de hacer que se sintiera como si se hubiera metido un chute en el cuerpo, sentía extraños vahídos y el peral empezó a moverse ligeramente dando vueltas a su alrededor; la casa también se movía; el cielo se tumbaba y no se sabía ya si estaba encima o debajo. Viendo que un metro más arriba la rama se dividía en tres formando una especie de descansillo, en medio del mareo trató de alcanzar aquella especie de cofia en lo alto del palo mayor, ese especial lugar donde gustaba subirse Ismael, el protagonista de Moby Dick para contemplar el ancho mar a su alrededor; pero el mareo no cesaba, aquello de verdad que se estaba convirtiendo en el palo mayor de un barco, un vigorosa marejadilla estaba empezando a desencadenarse. La nasa cazagatos y la escoba estaban atascadas a la altura de su hombro, la bata se le había vuelto a enganchar, la indisposición le apremiaba. Abriéndose paso en esa materia nebulosa en que se estaba convirtiendo su mente logró deshacerse de la bata para librarse definitivamente de las ramas y, aprovechando una brevísima calma en la que aquel barco parecía haberse metido en el fondo entre dos grandes olas, se alzó sobre la cofia, esas tres ramas que parecían ofrecerle ahora una sensación de cierta seguridad. Pero, ah, ahora el barco arremetía con las olas de nuevo, el mástil se doblaba, en lo alto de la rama él empezó a sentir que el mundo estaba poniéndose patas arribas y giraba como en un tornado de sueño, despacio primero, más rápido después; las últimas hojas del otoño que colgaban en las ramas del peral le parecieron duros de chocolate envueltos de papel de plata dorado, las ramas se agitaban con el temporal. Don Rafael no pudo resistir más, sintió una angustia y un mareo muy grande y sus brazos se soltaron.
Hubo un estrépito de ramas, un raaaaasssss de ropa rasgada y ahora, dos metros más abajo, colgaba don Rafael de la rama inferior como una pera madura a punto de desplomarse sobre el suelo. Todos contuvieron el aliento. Don Rafael, más muerto que vivo, se llevaba las manos a la cara, al pecho, como sopesando si acaso estuviera realmente muerto y soñara desde otra vida estar vivo. Su cuerpo oscilaba levemente de la rama. Encontró que estaba vivo, despierto, como recién nacido. Sólo un agudo dolor le oprimía el pecho.
Micifú casi se había caído del tejado del susto, los gorriones de un respingo habían dejado el canalón y se habían subido a la chimenea especulando sobre la posibilidad de que después de aquello se fuera a producir un terremoto o algo similar. Tobi y Laica, habían dado unos pasos atrás despavoridos, Hugo había gritado y se había metido entre las piernas de su abuela. Monse tragaba saliva, blanca como la cera. Todo quedó como si la peli se hubiera pausado sola y ahora alguien tuviera que dar a play para que la escena pudiera continuar.
El abuelo, recuperando del susto y ahora en pleno clarividencia de la situación y pensando alarmado que la rama que lo sostenía por los pantalones pudiera ceder al punto de que él fuera a terminar dándose de morros contra el suelo, con una voz que era un susurro para no despertar a los malos espíritus, le pidió a Monse que acercara la mesa cercana de manera que él pudiera poner el pie en ella.
Un rato después llegaban al hospital. La sala de urgencias estaba de bote en bote. Hubieron de esperar un par de horas para se atendidos. Dos costillas rotas, no había nada que hacer, eso se curaba solo. Dormiría mal durante dos semanas, cada vez que tuviera que darse la vuelta en la cama sería doloroso, pero nada más. Le recetaron ibuprofeno y unos analgésicos y lo mandaron a casa.
En el jardín se había hecho de noche, con el revuelo del accidente todo el mundo se había olvidado de Negrito, incluso Beatriz, que fue llamada desde el hospital por su madre y tuvo que ocuparse de Hugo y llevarle a casa de su hermano Daniel. Micifú tenía dentro del pecho una cosa extraña que le producía inquietud; si se lo hubiera contado a un humano éste le habría dicho que eso no era otra cosa que sentido de culpabilidad.
Negrito, cuando los padres de Beatriz hubieron desaparecido en el coche que los llevaría al hospital, se dio una vuelta por el tejado, las luces naranjas del alumbrado público formaban líneas paralelas que se cruzaban aquí y allá; hacia el pueblo había una zona menos iluminada, sobresalían las sombras de los árboles, era el parque. En el cielo lucía una enorme luna grande como un formidable queso manchego. Sintió hambre, sed, estaba triste. Se fue a refugiar junto a la chimenea. Fijó los ojos en la parabólica recortada como un fantasma contra un cielo de leche. El pobre Micifú, con la luna ahora sobre su cabeza, parecía la sombra dantesca de don Quijote velando armas en la posada poco antes de que fuera armado caballero.


Con el estómago vacío se le daba mal pensar en otra cosa que no fuera un plato de leche, los restos de un cocido o ese revoltijo de tomate con carne que le habían dado ayer al mediodía. Mirando la luna Micifú estaba empezando a ponerse melancólico, su pequeño corazón necesitaba de unas palabras de consuelo, echaba de menos las caricias y las cosquillas de su amiga Beatriz. Se sentía un poco desgraciado allí arriba, solo, sin el calor de alguien quisiera jugar con él o lo llamara a saltar sobre su regazo. Las estrellas no tenían el brillo de otras noches, pero aún así pudo reconocer la M de Casiopea, a la Osa Mayor, la brillante Sirio allá sobre el campanario de la iglesia del pueblo. ¡Qué pequeñito se sentía en medio de aquel universo tan enorme! ¡Qué pequeños eran también los humanos comparados con lo grande del Universo! Ante el espectáculo de la noche las preocupaciones de los gatos y de los humanos parecían cosas totalmente insignificantes. Y pensaba en lo tontas que serían las penas y preocupaciones de los años de la vida si fuéramos capaces de vernos desde una de esas estrellas; pequeños, tan infinitamente diminutos como somos, cómo podía ser que nos preocupáramos tanto, una casa mejor o peor, un coche más o menos caro, incluso parecía ridículo que uno se pudiera preocupar por la muerte cuando se es tan pequeño, tan poca cosa.
Y Micifú se quedó dormido y soñó con que iba a nacer otra vez y le daban a elegir de qué quería nacer, ¿de gato, de perro, de humano, de mosca, de árbol?, en fin cualquier posibilidad era posible. Y Negrito, conociendo ya un poquito de la vida, no se decidía. Le gustaba vivir, era bonito, pero luego había muchas cosas que se torcían, por ejemplo, se podía morir la madre, o su ama Beatriz podía echarle de casa, o podía caer enfermo... En fin, que estaba hecho un lío. A última hora se le ocurrió que quizás le gustaría ser una flor, una flor bonita y olorosa que alegrara los parques en primavera, esa flor que le regala un chico a una chica cuando empieza a estar enamoriscado. Sí, pensó, le gustaría ser flor.
Le despertó le ruido de una sirena. Era tremendamente tarde, el sol estaba ya en lo alto. La sirena era de un camión rojo y grande con una gran escalera encima. Giraba en la rotonda del parque y se acercaba hacia su casa...