Don Rafael había levantado la vista
del periódico más de una vez preguntándose qué podría pasarle a Laica que no
paraba de ladrar en el jardín desde hacía un buen rato. La expectativa del
partido Manchester City-Real Madrid lo tenía enganchado; cuando leyó que
Mourinho contaba con casi todos sus titulares para el próximo encuentro y que
la plantilla, excepto Essien, Morata, Higuaín y Marcelo, viajaban al completo
al Reino Unido, decidió salir a ver qué sucedía con Laica. La perrita, de pies
sobre sus patas traseras, dirigía insistentes ladridos al tejado. Don Rafael
inspeccionó las alturas a la búsqueda de descubrir el motivo de la zozobra de
Laica. ¡Leches!, allá arriba, en un lugar inverosímil, asomaba Negrito la
cabeza con la cara compungida de quien se ha metido en un buen lío; Negrito
hacía equilibrios en el tejado tratando inútilmente de alcanzar la rama del
peral cercana al canalón,
—Pero coño, ¿me puedes decir qué
haces gato subido ahí arriba? —le habló como si preguntara a un niño pequeño,
que no pudiera bajar de un árbol, por la razón que le había llevado a subir a
semejante sitio.
Negrito, ayudado por su propio peso
cuando había subido por aquella rama, había logrado que ésta cediese hasta
apoyarse sobre el canalón, pero después, liberada del peso del gato ésta había
vuelto a su posición primera, a dos o tres palmos de la fachada. Ahora Negrito,
que no era un lince en esto de los malabarismo y a lo que se verá más bien se
trataba de un gato un tanto miedoso, tras acallar sus penas de la mañana
después de la regañina de Beatriz por haberse comido uno de sus pajaritos, había
comprendido que allí, junto a la parabólica, por muy bien que estuviera el
lugar para un rato de penitencia no servía para satisfacer su sed ni sus ganas
de compañía. Por demás, cuando se despertó el sol se había ocultado tras el
tejado de la casa de los vecinos y había comenzado a tener frío. Así que se desperezó,
alzó los brazos al aire, se estiró y se dirigió al filo del tejado con la
intención de descender por la rama del peral. Pero ah... la rama había cambiado
de lugar, fina y todavía con unas cuantas hojas doradas colgando como si fueran
farolillos dispuestos para la fiesta del pueblo, ahora se encontraba fuera de
su alcance. Sopesó la posibilidad de saltar sobre ella pero ahora le parecía
enormemente lejos y endeble, imposible de alcanzar. Con cara de acojone se
volvió a un lado y a otro buscando otra alternativa para bajar de allí, recorrió
el tejado de arriba a abajo, de abajo a arriba, de este o oeste, de norte a
sur: nada, ningún otro árbol a la vista, un poste de la luz, nada; por demás
había pisado apenas el canalón y este había oscilado peligrosamente hacia el
vacío; para alcanzar la tubería que bajaba por la fachada necesitaría haber
tenido alas. Si al menos hubiera pasado en ese momento Melquiades con su
alfombra mágica; pero no, ese seguro que andaba por Macondo atrapado por el
diluvio último del trópico. Decidió que no podía hacer otra cosa que respirar
hondo y recitar para sí algún mantra que propiciara su cambio de suerte. No era
un gato de esos cagones que a la primera de cambio se ponen a maullar como si el
mundo se estuviera derrumbando: patience
my dear!
Haciendo pranayama estaba para
calmar sus nervios, cuando oyó allá abajo que Tobi y Laica lo llamaban con
ladridos de interrogación. Los ladridos sonaban algo así como: ¿qué haces ahí,
tío, estás chaveta? Tobi ladró un par de veces más pero después encontró
entretenimiento con Hugo que lo llamaba golpeando los cristales desde el salón,
y se largó sin más. Hugo era el sobrino pequeño de Beatriz, estaba un poco
acatarrado y aquel día no había ido a la guardería; los abuelos se quedaron con
él; se acababa de levantar de la siesta y ahora reclamaba la presencia de su
mejor amigo en casa de sus abuelos: Tobi. Laica, sin embargo, atendiendo a ese
sentimiento tan femenino de protección, había empezado a angustiarse mirando al
micifú allí en lo alto del tejado, Negrito era un inconsciente comepájaros pero
le había cogido cariño; últimamente le gustaba dormir a su lado; se subían
ambos encima del cojín del rincón, sobre el sofá, y allí, acurrucados uno en el
otro, echaban el sueñecito de rigor de la hora de la siesta. Micifú había
faltado hoy a la cita después de la comida, por eso ella se había encontrado un
poco intranquila desde que no viera aparecer a su amigo el gato.
Así, que cuando lo vio sobre el
tejado primero respiró de alivio, pero después, cuando comprendió que Negrito
estaba en apuros no pudo hacer otra cosa que lanzar ladridos plañideros que por
fin lograron atraer la atención de don Rafael. Y ahí estaba él ahora, mirando
para arriba, preguntándole no sé qué cosa al gato. Para Laica don Rafael era
una especie de dios bondadoso y lejano, pero no exento de mal genio cuando
alguien le molestaba mientras estaba viendo un partido de fútbol en la tele. Él
era el arreglacosas de la casa; se estropeaba un enchufe y era él quien lo
arreglaba; si a la tele le salían rayitas le pegaba un manotazo y la tele se
arreglaba sola; también era un buen cocinero: un conejo al ajillo, unos huevos
al plato, una paella, unas lentejas de chuparse los dedos, unas gambitas aquí y
luego un buen vino... esas cosas le hacían feliz; eso y luego la copita, el
cafetito y más tarde quedarse sopa mientras los señores locos de la teletonta
seguían hablando y espulgando de cotilleos toda la sobremesa. Don Rafael y el
gato no pudieron establecer una conversación aceptable, Micifú, con la cabeza
gacha de vergüenza, sólo emitía débiles maullidos de exculpación.
Don Rafael, que había mirado el
espectáculo del gato allá arriba con los brazos en jarras y como diciendo
¡joder, vaya lío!, se había llevado ahora la mano a la cabeza y se rascaba el
cuero cabelludo buscando una solución al asunto aquel. Por su cabeza debían de
pasar alguna de las prácticas de cuando hizo la mili, allá por los tiempos de
María Castaña, ejercicios de acrobacia, rapeles, tácticas para superar las
anfractuosidades de un cerro rocoso y coger al enemigo desprevenido; quizás
pensó remotamente en llamar a los bomberos, visto que ni de flores podía el
gato bajar solo de aquellas alturas, pero recordando sus aventuras de mozo en
el cuartel decidió probar suerte. Primera cosa necesaria: una escalera. Así que
dicho y hecho, se puso la cazadora y se fue dos calles más abajo de la suya a
buscar a su amigo Manolo. Manolo era pintor y podía dejarle una escalera de
esas de periscopio. Manolo no estaba en casa, pero su mujer no tuvo
inconveniente en prestarle la escalera. La verdad es que hubiera preferido que
estuviera él allí, Manuel tenía más prácticas con las alturas. Cuando la primavera
última don Rafael tuvo que subirse a la fachada a cuatro metros de altura para
instalar un toldo, le dio tal vahído, sintió que la tierra giraba alrededor de
su cabeza tan de repente, que a punto estuvieron de aterrizar en el suelo él,
el taladro y la escalera. Por demás se encontraba solo en casa con Hugo; su
señora esposa, con esa afición que le había entrado de largarse a caminar por
los alrededores cada vez que tenía media hora, no había quien la pillara. Jo,
con la tía, si es que no para en casa, pensó ya de paso.
Atravesando la casa hacia el jardín
a punto estuvo de cargarse el cuadro de Botero, quedó enganchado en la punta de
la escalera, hizo dos o tres movimientos de péndulo y cayó sobre el sofá; la
pareja de gordos que reposan tumbados en la hierba en un día de picnic,
estuvieron a punto de romperse la crisma. Laica vino a su encuentro desde el
jardín como intentando meterle prisa. Hugo le tiró del pantalón preguntándole
dónde iba; Tobi no quiso perderse el espectáculo de don Rafael trepando por el peral
y salió con su trote corto tras el abuelo.
Éste, haciendo de tripas corazón,
desplegó la escalera e hizo deslizar la parte superior sobre la inferior para
alcanzar la mayor altura posible, hecho lo cual buscó un hueco entre las ramas
del peral a través del cual pudiera apoyarla en la rama cimera más cercana al
tejado. Tragó saliva y empezó a subir por la escalera, pero no había llegado a
la cruz de las primeras ramas cuando se paró de repente como sorprendido por
alguna idea nueva. Sí, pensó... y desanduvo lo subido y, entrando en casa de
nuevo subió al desván; no recordaba dónde lo había puesto, dudó, pero al final
cayó en la cuenta de que debía de estar entre los trastos que su hijo había
dejado en casa cuando se casó. En una pequeña habitación con el techo
inclinado, enterrado entre unos macutos y un parapente estaba lo que buscaba:
la nasa, que había servido en su olvidada afición a la pesca para recoger las
truchas del Tormes, le serviría ahora como recogegatos. Tomó de la cocina una
escoba, ató la nasa a su extremo y volvió a dirigirse a la escalera.
Continuará...