Micifú se va de tertulia





Estaba Midifú terminando la lectura del monólogo de Lady Macbeth en el que ésta concibe el propósito de asesinar a Duncan para lograr que su marido llegue a ser rey, aquellas palabras llenas de ambición: Ven, noche espesa, ven y ponte el humo lóbrego de los infiernos para que mi ávido cuchillo no vea sus heridas..., cuando oyó que alguien le llamaba desde la calle; retiró el libro a un lado y miró hacia abajo. El papi de Beatriz, con la cara de los buenos días en que uno se levanta feliz y contento como un canario satisfecho, le llamaba animadamente: Eh, gato, baja. ¡Venga! A Negrito le daba cosa dejar a Lady Macbeth en tal estado de exaltación, pero optó por hacerle caso, era una novedad que el señor Rafa le llamara de aquella arrebolada manera. Pensó enseguida en la película que habían visto juntos el día anterior, esas pequeñas cosas que hacen que las personas se sientan cerquita unas de las otras; también él le había empezado a tomar afecto. Total, cerró el libro, lo dejó cuidadosamente sobre el alféizar, saltó sobre el cercano canalón y se dejó deslizar por éste como si estuviera descendiendo el palo de una cucaña en las fiestas de su pueblo.
Venga, sube, le dijo don Rafael al mismo tiempo que abría la puerta del coche. Negrito saltó sobre el asiento delantero. El coche se puso en marcha. Muy chuli, sí señor, se dijo para sí. Era la primera vez que montaba en un cacharro de esos. Llegaron hasta unas tapias cubiertas por madreselva, torcieron a la izquierda, y, después de una rotonda, se encontraron con el parque, los plátanos, los cerezos, el enorme chorro de agua del estanque. Micifú, que andaba un poco admirado dentro del confort del automóvil, tuvo de pronto un terrible presentimiento; se pensó que el padre de Beatriz iba a dejarlo en el mismo sitio donde había sido recogido unas semanas antes. Le entró friolera imaginar que de nuevo iba a tener que andar cazando ratas o comiendo en los contenedores; aquello de daba dentera; corrió por su cuerpo un estremecimiento. Pero no, don Rafael no paraba, disminuyo la velocidad frente a un badén, pero enseguida metió la tercera y volvió a acelerar. Pararon en una calle llamada Ruiz de Alda. Rafael lo cogió en brazos, cerró la puerta del coche, cruzaron la calle y se metieron en la cafetería de enfrente; allí lo volvió a dejar en el suelo.
— A los buenos días —saludó, dirigiéndose a la barra en donde un grupo de clientes departían junto a unas tazas de café.
— ¡Vaya! —dijo mirando al gato, que un tanto asustado no se separaba de la pernera de don Rafael—, novedades tenemos. ¿Es tuyo ese minino? 
Éste  se agachó de nuevo y tomó a Negrito en sus brazos.
— ¿Qué, no os gusta? Es el tío más listo de toda la peña del barrio.
El micifú miraba a aquellos cuatro señores de hito en hito, todavía inseguro de cuales fueran a ser las intenciones del padre de Beatriz. Podría suceder que quisiera deshacerse de él y regalarlo a algún amigote, pero no, definitivamente aquello se parecía más a una presentación en sociedad que a otra casa. Tras algunas carantoñas sobre el lomo por parte de un tertuliano, un señor bajito que bizqueaba y que exhibía una bondadosa expresión de acogimiento, don  Rafael terminó dejándole en el suelo mientras los otros reemprendía la conversación interrumpida momentos antes.
— Mira, que yo te digo que ni el alcalde ni nadie; en España, salvo pocas y honrosas excepciones, la clase política la componen una banda de aprovechados, gorrones, chorizos, señoritos de postín con el culo tan muelle que no pueden viajar en clase turística porque se les alteran las almorranas, listillos de tres cuartos que buscan hacer carrera y vivir a cuerpo de rey lo mejor que pueden a costa de los contribuyentes; sus señorías no tienen vergüenza, no, ni una pizca de decencia —decía con excitación el barman mirando al trasluz una de las copas que se empeñaba en secar concienzudamente.
Un señor con unas anticuadas gafas con lentes de culo de botella, que liaba parsimoniosamente un cigarrillo unos metros más allá en la barra, se me metió por medio,
— Pero vamos, dime, ¿tú sabes cuando eso no ha sido así? A todos les enloquece el tufillo que desprende el dinero. Señores que quieren vivir bien, mangonear; por demás a todos se les hace el culo agua pensando en la sustancia que van a sacar de aquello. No hay dinero, pero ya están contratando a trescientos y pico antidisturbios más para que velen por sus intereses y el interés de sus amigotes, las multinacionales, el Botín ese, los bancos, todos los que tienen dinero.
— Y cuidado, no te vayas a dejar a un lado al Opus y a nuestra santísima Iglesia Católica —intervino José, un pequeño empresario que últimamente había encontrado en el mercado chino clientela para un vino aceptable que al decir de don Rafael valía mucho más que todo lo que se producía entre Cariñena  y la ribera del Duero—, ahí, en la Iglesia, se forman la flor y nata de la mafia de este país.
Micifú se encontraba un tanto aturdido por esa avalancha de epítetos que no dejaban títere con cabeza.
— ¿Qué, Juan? —se dirigió Rafael al barman—, ¿no tienes nada para mi gato, o qué?
— Joder con el gato —dijo éste, dejando las copas a un lado y sacando de debajo del mostrador un platito de loza—. De modo que la gente ya no tiene para comer y tú te vienes con un micifú a comer de restaurante. Vivir para ver.
Pero el barman, un hombre con una respetable barriga de bebedor de cerveza con el cráneo brillante como una bola de billar a consecuencia de algunas sesiones de quimioterapia, era tan buena persona que no dudó en prepararle un sustancioso menú al micifú. Tomó una cuchara y se fue más allá donde, en bandejas rectangulares de porcelana, protegidas por un vidrio, nadaban inesperadas golosinas que enseguida produjeron en el sistema digestivo de Negrito un repentino fluido de jugos gástricos. El barman dio la vuelta a la barra y fue a depositar el platito en el suelo junto a los grandes vitrales que daba al exterior. Micifú abandonó la pernera de don Rafael y salió pitando atraído por aquella inefable y repentina aparición. Todavía dudó medio segundo y se preguntó si no estaría soñando. Antes de hincar el diente a aquello cerró los ojos e inhaló toda una nube de gusto que se desparramaba a nivel del suelo. No se olvidó de dar las gracias al camarero, se le puso el cuerpo blandito y emitió un agradecido miau mientras inhalaba esa nube de gusto que tenía frente a sí.
Negrito se puso como el Quico, la conversación de los tertulianos le llegaba como envuelta en una algodonosa distancia, como el tintineo de un sonajero que le invitara a echar una siestecita. Cuando hubo terminado se sentó, dedicó unos minutos al aseo personal, largos lamidos alrededor de su hocico, las manos, las patas; se rascó a continuación el cuello allá donde un trocito de nieve se hacía punta de lanza sobre la suave ceniza moteada de negro que cubría sus omóplatos y, enroscado sobre sí mismo con la cabeza sobre las patas, se quedó dormido.

Micifú soñó con Lady Macbeth y con todos esos chorizos de los que hablaban aquellos señores en la barra del bar. Decididamente los humanos eran unos seres bien extraños, asesinos para conseguir el poder, mangantes de por vida, candidatos, como ese de los chorizos que había visto en uno de los carteles del local, un montón de preocupaciones y de angustias y quimeras; total para vivir dos días y convertirse en abono al siguiente; cosas así leía aquella mañana en Shakespeare, pobres cómicos que se pavonea y agitan una hora sobre la escena. Su cuerpo chiquitín emitía no obstante un suave ronroneo de placer. Comer, dormir, soñar y tener la conciencia tranquila, en eso parecía parar la sencilla filosofía del micifú.