Micifú lee a Shakespeare







Estaba a la mañana siguiente Micifú leyendo tan panchamente recostado en el alféizar de la ventana al sol, cuando le sorprendieron con un ramalazo inesperado los siguientes versos de Shakespeare: la vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye, un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa. Caray, se dijo de inmediato quitándose las gafas y poniéndoselas en la frente a modo de visera; se quedó un momento considerando aquellas palabras mientras miraba el ajetreado ir y venir de los vecinos por la acera de enfrente, una señora rolliza con ojos de pez que tiraba del carro de la compra, un jubilado que sacaba a pasear a su perro, un señor llamado Melquiades que en ese instante pasaba volando en su alfombra mágica por encima de las parabólicas de los tejados. Así que no somos nada ni nadie, añadió para sí. Eso se parecía notoriamente a algo sobre lo que había estado reflexionando recientemente relacionado con el concepto maya del hinduismo; la meta de la autorrealización espiritual es sentir intuitivamente la diferencia entre el yo y el universo como una falsa dicotomía, había leído poco antes en la Wikipedia; cada persona era, se decía allí, como una breve y perturbada gota de agua en un océano sin límites. Maya era la ilusión de tomar la realidad que ven nuestros ojos por la realidad sustancial de nuestra existencia, la ilusión de confundir el mapa con el territorio, el dedo que señala la luna con la luna misma.
Le era ardua la tarea de iniciarse en los conceptos básicos que definían la existencia de los humanos. Recordando la vida que se expresaba en los cuadros de Botero y Dalí o haciendo recuento de los partidos de fútbol que semanalmente emitía la televisión, la cosas de la vida parecía más sencillas, pero en el momento que uno miraba con un poco de profundidad la realidad que se cocía entre el espacio del rincón velludo de las partes pudendas y la parte inferior del cuero cabelludo la perspectiva cambiaba bastante; las cosas del sexo, las del corazón y aquellas otras que deambulaban por el cerebro, y todas ellas mezcladas y entre sí y agitadas, formaban un formidable universo que bien merecían que él se tomara la molestia de leer un buen puñado de libros cada pocas semanas. Ya le había oído tiempo atrás decir a Beatriz que hacía mucho que no leía tan atenta y con tantas ganas, lo que le hizo suponer a él también que esa actividad podría reportarle grandes beneficios, con lo cual desde entonces no había dejado de visitar asiduamente la biblioteca pública del pueblo, siempre atento a intentar comprender qué fuera eso de la vida, el por qué se hace esto o lo otro, cuál era la razón de la agitación continua de las personas, sus ganas de comprar cosas, sus deseos de tener un coche o un chalet en lo alto de una nube; o bien saber cómo se llegaba a ese estado de locura que les entraban a ellos y ellas cuando unos u otras se enamoraban. Todas cosas dignas de ver, que diría Santa Teresa de Jesús, otra de las lecturas que le habían puesto sobre la pista de esa otra locura de creer que existe un dios padre del universo que dedica por puro aburrimiento sus días a juzgar a unos a otros preludiando un infierno o un cielo para ellos en vez de dedicarse a echar una buena partida de ajedrez o a jugar a los bolos con Belcebú.
De todos modos la inteligencia no parecía ser patrimonio de la condición humana a juzgar por lo que él veía continuamente a su alrededor, en la prensa, en la televisión, en la calle. Estos locos de atar, ya empezaba a conocerlos bien, se pasaban la vida agitados e inquietos como hormigas que no pudieran parar un momento, siempre comportándose como si la existencia les fuera a durar treinta o cuarenta siglos. De ahí que tanto le chocaran hacía un rato aquellos versos de Shakespeare.
La sombra de un árbol había venido a interponerse entre él y el sol; sintió un poco frío, así que dejó cuidadosamente el libro a un lado poniendo atención para que no saliera volando hasta la calle y, haciendo un ejercicio de malabarismo —hay que tener en cuenta el alféizar no tenía más allá de diez o quince centímetros de ancho y la ventana distaba del suelo no menos de ocho o nueve metros—, se dio la vuelta y buscó la otra jamba de la ventana donde volvió a apoyar el lomo. Esto de vivir de gorra, pensó, es una de las grandes maravillas de la vida. Te haces pasar por tonto, como que no sabes hacer nada, absolutamente nada, ni siquiera fregar los platos o barrer la cocina y ya lo tienes todo arreglado, tan solo te queda la molestia de bajar hasta el plato de la comida cuando te viene el apetito.
Uummmm, sintió una agradable sensación de bienestar; se estiró y miró cómo la vecina de enfrente, apoyando sus enormes tetas sobre el alféizar de la ventana, sacudía la alfombra con la pasión y la energía de una rolliza valkiria que trotara compulsivamente camino del palacio del dios Wotan para entregarle a éste el anillo del Rhin; siguió después con la vista las evoluciones de un crío que bajaba la calle haciendo cabriolas con su patinete mientras abrazaba contra su pecho una bolsa de tela por donde asomaban unos curruscos de pan la mar de apetitosos. Por cierto, que los humanos son la mar de ingeniosos, pensó recordando la cantidad de palabras que pueden llegar a usar para nombrar una cosa tan sencilla como uno de los extremos de la barra del pan. Para esta parte cada familia de castellanoparlantes parecía tener su propio nombre particular; había mirado por curiosidad en un foro y había encontrado todas estas palabras para nombrarla: cuco, tetilla, teta, currusco, currunco, coscorrón, culo, coquito, coco, pico, corrosco, cuerna, cipotillo, punta, rua, pezón y crostó; de todas maneras la que más gozaba de éxito seguía siendo la de currusco, que era como lo llamaba la abuela de Beatriz; y ya se sabe que en estas cosas lo que dice la abuela va a misa.
Era hora de volver a la lectura; Macbeth V, v: eso, la gran incógnita de eso que llaman vida: un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa.