Micifú se ha pasado tantos meses olvidado en el tejado de la casa
de don Rafael que ahora tengo que hacer un gran esfuerzo por reencontrarme con él.
Esta historia dio comienzo a finales del pasado otoño, pero después el autor se
marchó de pingo por las tierras de España a mitad del cuento y se olvidó del
gato. Aquél se había llevado el manuscrito con la intención de continuarlo
mientras caminaba por las trochas del Camino de la Plata en las largas tardes
de invierno pasadas en los albergues, pero fue inútil: no se puede estar al
plato y a las tajás. Recuerdo que este cuento, cuento para adultos y niños
precoces que se sientan inclinados a leer a Shakespeare, a Marcel Proust o un
tratado de filosofía si viene al caso, debería leerse desde el principio, y
para ello ahí tenéis, en la columna de la izquierda, los links correspondientes.
Son tantos, o
mejor, tantas, los amantes de los gatos que no está de más darse una vuelta por
su mundo para aprender a conocerlos algo mejor. Después de todo los humanos no
somos tan diferentes de los gatos. Digo que no nos diferenciamos mucho
de un gato, porque lo primero que ha hecho Negrito, nuestro gato, nada más
entrar en la cabaña, ha sido buscar el confort del sillón junto a la ventana, en
donde por demás se posa la calidez de un primer sol matinal. Cuando me he
querido dar cuenta la escena era muy parecida a la que represento yo a menudo.
Con la barbilla apoyada sobre sus patas delanteras y con los ojos muy abiertos
estaba extasiado mirando las llamas de la chimenea; no les quitaba ojo. Escena
muy propia para un día de viento y de frío; nuestro Negrito ya tiene resuelto
el día, hará eso, nada, se tumbará al sol en el sillón y contemplará el fuego.
En otro momento trepará a los árboles por el simple placer de subir, comerá,
hará pipí, fornicará cuando llegué la primavera o las ganas, dormirá, querrá
probar algún apetitoso bocado, se peleará si es preciso si hay más de una boca
en juego ante el jugoso festín de los restos de un pescado, jugará largamente
con sus hermanos en la parcela. Y le gustará que le hagan caricias y gritará en
las noches de placer y se enfadará cuando hagas algo que le molesta o le hace
daño.
De verdad que no somos tan diferentes a los gatos.
Trata de quitarle una cría a una gata y verás, comprueba el mimo con que las
cuida y las pone limpitas como a criajo al que preparan para ir a la guardería.
Por demás, pasados unos años el gato va y se muere, igualito que nosotros. Y si
se tercia a uno le entra una enorme pena que se parece mucho a la que deja en
nosotros el fallecimiento de un buen amigo.
Aclaro aquí que mi gato del cuento, Micifú, también
conocido como Negrito, igualito que el gato de un servidor, es aficionado a la
filosofía y lee con muchísimo gusto a Cervantes y a Quevedo. Su dueña, Beatriz,
y a veces el padre de ésta, don Rafael, un hombre con bigotillo muy recortado de
engañoso aspecto huraño que ha terminado por adoptar al gato como si del propio
nieto se tratara, no dudan en atender la voracidad lectora de Micifú y de vez
en cuando se dan una vuelta por la biblioteca municipal de Valdemoro para
satisfacer las exigencias lectoras del gato. Más cosas, Micifú es hijo de una
camada de cuatro. Su madre murió poco después de que ellos nacieran. Cuenta algún
caminante madrugador del parque de Valdemoro, que el día de su muerte él había
contemplado cómo un gatito que respondía a la descripción de Micifú, con apenas
unos días se esforzaba inútilmente por extraer leche del pezón de la madre que pocas
horas antes había fallecido junto al puesto de los churros.
Esto en cuanto a los amantes de los gatos, respecto
a los amantes de la montaña y de su filosofía, decir que mi gato, como lejano alter ego del autor, lo mismo más adelante emprende una vida gatuna allende los montes
y los caminos, una especie de viaje anárquico que puede recordar los afanes y desventuras
de monsieur mister Tristan Shandy. Así que atentos a los capítulos por venir.
Espero que al autor sea constante y sepa recuperar
el ritmo del pasado otoño cuando Micifú empezó a caminar por estas páginas; eso,
y que no le dé por embarcarse en algún proyecto, marcharse al Cáucaso o retomar
los caminos del país por enésima vez.
Llegan los
bomberos
A Micifú le
despertó el ruido de una sirena que se acercaba a lo lejos por la calle del
parque. Desde allí lo podía ver, era un camión rojo con mogollón de lucecitas
del color de los melocotones maduros, relucientes como mandarinas y que se
encendían y apagaban como los intermitentes del coche de don Rafael.
—Mamá, mamá,
los bomberos —gritaba un nene rubito y gordinflón que pasaba comiéndose una
tonelada de palomitas.
Negrito, acurrucado
en el tejado junto al pequeño muro de la chimenea donde había pasado la noche apesadumbrado
y pensando constantemente en su dueña Beatriz y en su papi, que había sufrido un
accidente el día anterior mientras trepaba por el peral tratando de ayudarle a bajar del
tejado, miraba acojonado a la calle, el camión rojo, los cascos negros de los hombres
con los metales relucientes y dorados, los uniformes, la enorme escalera grande
como escala de Jacob allá en lo alto. La gente se paraba a su paso con cara
interrogadora preguntándose probablemente por el lugar del fuego. Un niño
gordito intentaba retener a su mamá que tiraba de él porque se hacía tarde para
la entrada al cole, una anciana que caminaba con andador se dio la vuelta para
contemplar el acontecimiento, el carnicero había salido de su establecimiento
con su mandil de líneas blanquiverdes y un número grande de amas de casa habían
interrumpido sus labores domésticas para asomarse a las ventanas a ver qué
pasaba. De repente la calle se había convertido en una corrala en donde unos y
otros hacían conjeturas de balcón a balcón, de ventana a ventana sobre lo que pudiera
estar sucediendo. Al dar la vuelta en la calle de más abajo el coche de los
bomberos se había encontrado con un automóvil mal aparcado que impedía el paso
y allí estaba con sus lucecitas de Navidad dando vueltas esperando a que el
conductor del coche apareciera.
Entonces,
Negrito, curioso como nadie también él, corrió un centenar de metros por los
tejados de los chalets adosados hasta colocarse justo encima del coche de los
bomberos. No tardó en oír a Beatriz que, seguida por su padre, éste apoyándose en
unas muletas, y por su madre, seguían sus pasos y le gritaban desde abajo para
que no hiciera ninguna tontería y terminara cayéndose desde el tejado.
—Quieto ahí —gritaba—
quieto ahí Negrito, no te vayas a caer.
Viendo a su
dueña, de pronto Micifú comprendió que ya se le había pasado el enfado por
aquellos pajaritos que él se había comido el día anterior en las ramas del
peral, y que ahora se desvivía por salvarle la vida. A Micifú se le llenó el
alma de ternura. Ahora veía como don Rafael se dirigía al jefe de bomberos
señalándole lo alto del tejado en donde estaba el gato. El bombero, un hombre
de mofletes sonrosados y cara de buena persona, miraba con sorna hacia arriba
como diciendo, vaya historia tío, ¿y para esto nos has llamado? Hugo, el
sobrino de Beatriz, y Laica y Tobi, los perritos de lana de la familia, también
estaban allí, se habían escurrido entre las piernas y las faldas de los
numerosos vecinos que ocupaban la calzada junto a los bomberos y miraban hacia
arriba un poco asustados. Tobi y Laica ladraba lastimosamente, su amigo Micifú
miraba desde arriba alucinado aquel gentío. Pronto comprendió que de todo ese
tinglado que se había montado allá abajo tenía la culpa él.
No tardó en
ver cómo la larga escalera que hasta ahora había permanecido horizontal sobre
el camión empezaba a moverse misteriosamente ella sola y su punta se alzaba poco
a poco hacia el cielo. En un periquete estuvo a su altura, momento en que se inclinó
levemente y quedó apoyada en el vértice de la bajada de aguas a poca distancia de él. Después uno de
esos hombres disfrazados con relucientes cascos y casacas de botones dorados
ascendió por la escalera. Negrito estaba atemorizado, pero no huyó, imaginó que
si salía pitando de allí se iba a tener que quedar de por vida a vivir en el
tejado y era una idea que no le gustaba nada, así que aguantó y espero a que el
bombero estuviera en el tejado. Era un hombre simpático, se veía enseguida, en
lugar de estar enfadado por haber tenido que subir hasta allí, le dirigía
palabras cariñosas y le hacía pss pss pss para convencerle de que se acercara. El
bombero le mostraba un cestillo de mimbre invitándole a que saltara dentro de él,
cosa que Micifú hizo sin rechistar. El bombero le acarició y él restregó el
lomo por su mano. Gato y bombero comenzaron a descender por la escalera, él,
seguro que un avezado escalador de la Pedriza , bajaba tan pancho sosteniendo en el
hueco de su brazo la cesta. Abajo en la calle había un silencio de expectación.
Cuando apenas quedaba un par de metros para llegar al suelo, Hugo empezó a
batir palmas, le siguieron los vecinos y los chicos del barrio que, olvidados
de la hora del colegio, habían encontrado divertidísimo el acontecimiento. Bravo,
bravo, decía una nena cogida de la mano de su madre. En el rostro de don Rafael se
dibujaba ahora una ancha sonrisa, definitivamente había cogido un cariño muy
especial a este gato callejero; su alma solitaria había encontrado un amigo con
quien compartir sus paseos y la peli del final del día junto a la chimenea.