Micifú y la Bruja Mala del Este



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Aquella noche el micifú dormiría sobre el espumoso edredón de la cama de Beatriz. Laica y Tobi andaban por allá junto a la alfombra de pie de cama acurrucados sobre sendos cojines. No se habían tomado a mal la presencia del gatito, sea ve que no eran celosos como tantos tontos del mundo de los humanos, que se les inyectan los ojos de sangre cada vez que ven que alguien a quien quieren va y comparte un poquito de su cariño con otros. Ahora los tres dormían plácidamente arropados por la oscuridad y el silencio mientras Beatriz, despabilada, soñaba con tierras lejanas, un chico de mirar dulce y gestos melosos, de tez atezada y espigado que había conocido el último verano en una pequeña isla del Caribe. Estaba tan lejos aquello, la isla, la mirada líquida del mozo, la dulce sensación de irrealidad de un encuentro que apenas se había prolongado durante una par de semanas; como un sueño había sido aquello.
Su madre le había propuesto para esa mañana una excursión a la isla Catalina pero a ella la tropilla del hotel, todos en bandada como un colorista rebaño disfrazado con la más hortera de la indumentaria turística, gorrito de sol, gafas oscuras, modelitos de playa para lucir el trasero, no le iba en absoluto; tampoco le gustaba un abigarrado grupito de mozas que ya se habían dado a conocer en el vuelo que les había traído desde Madrid, no pararon de hacer las gansas durante todo el viaje; hablaban a gritos como si el entero pasaje estuviera compuesto por estudiantes, en alborozado viaje fin de curso, que nunca hubieran salido de su pueblo; y ellas se apuntaban a todas las excursiones. No, su madre se tuvo que ir sola, ella prefirió ir a tumbarse en la playa a echar un sueñecito. Todavía tenía el horario cambiado y dormía durante el día lo que no dormía por la noche. Era agradable pasar media mañana tumbada junto a una palmera sobre aquella arena blanquísima y fina como de harina. Esa mañana un mozo se había sentado a cuatro o cinco metros a su derecha mientras ella, entretenida con el ir y venir de las olas, tomaba el sol junto a su palmera. Ya podía decir que era su palmera, una se hace enseguida a un lugar, sucedía como si le fuera difícil vivir en espacios no hechos todavía a sus ojos y a sus hábitos; si tenía que ir a la playa no se sentía a gusto en un sitio nuevo, necesitaba que el lugar le fuera familiar; en este caso bastaron dos mañanas para que tomara posesión de él, ahora ya era su palmera. ¿Dónde vas a estar?, le había preguntado su madre cuando salía apresurada hacia el autobús, que ya había emitido su tercer bocinazo de aviso alertando a los pasajeros remolones. Pasaré la mañana junto a mi palmera, había respondido Beatriz. Uno es de donde está a gusto, de la misma manera que uno posee aquellos parajes por los que se siente acogido; eso había sucedido con el entorno de aquella palmera que, inclinada sobre la arena como un fuste mal ajustado, pareciera estar pidiendo la concurrencia de una compañera para formar un arco ojival con vistas al verde esmeralda que el mar de aquella mañana lucía con todo lujo de matices. Beatriz le había observado por el rabillo del ojo pensando para sí que en una playa de varios kilómetros venir a sentarse a unos pocos metros de ella seguramente querría significar algo.
El gato ronroneaba, era un ruido casi metálico como el que hace una cañería de la calefacción mal purgada. ¿O no era el gato? El ruido venía de los pies de la cama, no podía ser otra cosa. Se incorporó, aguzó el oído; no, ni Tobi ni Laica hacían ese extraño ruido metálico; el gatito dormía quedo hecho una rosca con la cabeza apoyada en sus patas traseras; seguro que eso era puro gustirrinín, le diría la madre a la mañana siguiente cuando se lo comentase. La luz ámbar del alumbrada público llenaba la oscuridad de la habitación con su claridad artificial. Recordaba cómo después de un largo cuarto de hora aquel chico moreno de mirada melancólica se había dirigida a ella con la ridícula observación de qué mar más bonito, ¿verdad? Los tímidos somos la leñe, pensó ella. Lo que siguió a aquellas palabras fue un largo escarceo en donde a un paso adelante seguían dos pasos atrás. Después de media hora pudieron hablar con un poco de cordura. Vivía en Higüey, junto a la basílica; trabajaba en un hotel cercano a la playa de los Corales y aquél era su día libre.
A Beatriz se le dibujó en el rostro una espontánea sonrisa. El reflejo de los faros de un automóvil corrió por el techo hasta desaparecer por encima de su cabeza. Luego volvió a acordarse de Paloma, aquella nena de la guardería que siempre quería que la subiera en brazos y que hacía mohines de mimo cada dos por tres. Los chapines que se había comprado el sábado bailaron ahora en su imaginación, esa divertida idea de calzarse con los zapatos de la malvada Bruja Mala del Este de El Mago de Oz... Había que haber visto a su madre cuando la contempló calzada de esa manera al modo de los años cuarenta, como su mismísima abuela, por más que los que usaba ella fueran negros y no tan bonitos como éstos; después de mirarla más despacio debió comprender que pese a ser anticuados tenían su encanto, le divirtió la idea de su hija; eran los chapines de rubíes que calzaría después Dorothy en la película y que tanto gustaban a su perro Totó... Su padre fue más de risa, cuando ella se presentó delante, éste retiró el periódico que estaba leyendo hacia un lado y dijo ¿qué pasa? Beatriz había decidido explorar la agudeza visual de su padre que casi nunca recordaba cómo iba vestida después de haber pasado media mañana junto a él; pero ¡ah!, sorpresa, esa mañana, cuando se apostó con él veinte euros a que no descubría algo nuevo en su indumentaria, los zapatos debieron de dar un respingo de aúpa hasta sus ojos, porque enseguida éstos dieron un brinco y dibujaron en la cara del padre unas órbitas a punto de salirse bajo los arcos superciliares; éste estiró el cuello, sus gafas de presbicia cayeron sobre la punta de la nariz, sus hombros se retrajeron y sus labios se arrugaron al modo de alguien que se le hubiera ido por tubo esofágico el hueso de un aguacate.  
Ahora no pudo contener la risa pensando en la cara de su padre, un jajajá salió de su cuerpo, que se movió como si estuviera traqueteando sobre un balasto desigual. El micifú levantó la cabeza y la miró soñoliento, seguro que pensando que su nueva ama o estaba soñando o se le había soltado un tornillo. Se alzó, dio un bostezo, miro desde su azotea el tranquilo sueño de Laica y Tobi y no se lo pensó dos veces, se enroscó de nuevo sobre el edredón y quedó dormido como un lirón al instante. Pero no, Beatriz no soñaba, ensoñaba, que es algo muy diferente, se divertía con el contenido de la memoria, con los chapines de la bruja, con su viaje a los mares del Caribe, con los ojines de cierto chico que conoció, con su papi tan serio y divertido. Se le había ido el sueño y no podía hacer otra que tratar de recordar cosas bonitas, eso era todo.