Cuento de otoño. El micifú.




Para mi sobrina Beatriz.
Un cuento con música.



Ella tenía unos ojos grandes y saltones que parecían hubieran aterrizado sobre el planeta Tierra media hora atrás y no se hubieran todavía repuesto del susto de lo que empezaran a ver a su alrededor. Caminaba despacio y un poco tristona esa mañana; se había quedado sin curro una vez más ayer mismo. Las hojas de los castaños habían empezado a alfombrar los senderos del parque cercano a su casa; la guardería en donde trabajaba hasta el día anterior había quebrado como tantas otras cosas en estos tiempos de crisis; allí habían quedado para el recuerdo los peques con los que había convivido durante los últimos seis meses, sus rostros regordetes, las miradas taciturnas, la sonrisa como campanillas de feria de una nena llamada Paloma, los murales con los que llenó de color las paredes, los juguetes, aquel oso de peluche que presidía desde un estante de madera el guirigay de estos criajos que habían llegado a la vida apenas unos meses, uno, dos años atrás. Así que esta mañana no tenía otra cosa que hacer que poner a prueba esa nueva e inesperada libertad.
Cerca se oía el rumor ininterrumpido de la autovía de Andalucía. Estaba hermoso el parque, un gran chorro de agua subía brioso en el centro del estanque, los patos picoteaban los trozos de pan que les lanzaba un jubilado tocado con un gorro de paño a cuadros. Le fue inevitable recordar a su abuelo con el que tantas veces había paseado a la sombra de estos árboles, -los prunus color vino los plátanos, la línea ondulante del sendero donde los ciruelos iban dejando caer sus copos de nieve en los ventosos días de primavera- mientras el abuelo, agarrado a su brazo con la mano izquierda y barriendo el terreno con su bastón de ciego con la derecha, se interesaba picarón por cierto chico al que ella se había referido la semana previa.
En estos pensamientos andaba cuando, de repente, sintió el roce de algo que acariciaba suavemente su pierna; se alertó, pero enseguida reaccionó ante el espectáculo manteniendo el pie quieto en su sitio. El espectáculo: allí abajo, entre los barrotes de hierro de la baranda del estanque, había aparecido un micifú que ahora deslizaba su lomo y su cola en su pierna por debajo de sus pantorrillas. Je, se dijo, y se le dibujó en el rostro una encantadora sonrisa, un gustirrinín le subió por dentro. Jo, vaya regalo, pensó; suavito suavito el gatito parecía estar disfrutando el mismo tierno calor que esa amiga que se había encontrado tan inesperamente en el parque absorta en sus recuerdos. El gatito miró hacia arriba y, seguro ya de que aquella chica no mordía, maulló, levantó sus patitas como niño que pide brazos, las agitó comprometedor, y volvió a pasar suavemente su hociquillo por las pantorrillas. Estaba más claro que el agua, el gato decía: venga, nena, una caricia, anda, y ya se relamía de gusto pensando en que aquella moza con unas pocas zalemas más le acogería; le pondría en sus brazos, y con algo de suerte, le adoptaría; lo que en buena ley sería una suertaza; ahora, por demás, que la radio había anunciado la primera madrugada heladora del otoño para esa misma noche; si tiempo malo para las hortensias y los geráneos, que en una de éstas podrán perder el alma si no los ponen a buen recaudo, cuánto peor para él, gato huérfano y sin techo, destinado a suministrarse más allá de un Mercadona o de alguna tienduca de los alrededores, sólo ratones y agresivas ratas por manduca. Todavía conservaba la marca que le había dejado una de ellas en el cuello cuando intentó perseguirla por el desagüe del asfalto que hay junto a la residencia. Puf..., ¡qué fea era la tía, y qué dientes!
Mientras tanto aquella chica seguía mirándole encantada. La había estado observando desde el otro lado del estanque, tenía un rostro rellenito de buena chica y la sonrisa más simpática y bonita de los alrededores. De pronto el gato sintió que ella le pasaba la mano por debajo de la barriguilla y le alzaba sobre su regazo. Beatriz, que así se llamaba la protagonista de este cuento, no cabía en sí de gusto al contemplar a aquel bicho bonito bonito que tenía entre sus brazos, sus bigotillos blancos, su pelaje aterciopelado, su hociquillo con un mancha rosada tal como tenía ella la nariz el invierno pasado cuando se resfrió, su mirada de desamparo, pero a la vez viva y optimista, su melosa manera de alargar su manita sobre su brazo. Ella le pasaba el dedo por la manita, por el lomo; el gatito terminó poniéndose boca arriba para que le rascara la barriguita. En la cabeza de Beatriz empezaron a sonar la música y la letra de una canción que había oído más de una vez en casa de sus tíos Alberto y Victoria; un tema de Georges Brassens interpretado por Claudina y Sergio Gambino, que contaba la historia de un gatito que fue acogido por una pastora. Sonreía recordando aquel tema: El gato, cobijado bajo su corpiño, creyendo que era su madre, se puso a mamar. Conmovida la pastora lo dejó. Un señor que estaba de ronda lo encontró tan poco común que se fue por todo el pueblo y lo contó. Y Margot desprendió su corpiño para dar de mamar al micifú y en la puerta estaban los niños... y Margot que era muy buena piba, se creyó que era por el animal...La la lara lará la lara, la la lara lará la lá...Y Margot desprendió su corpiño para dar de mamar al micifú... No dejaba de sonreír mientras recordaba aquella música y acariciaba al gato.
No pudo evitarlo, la idea estaba ahí, se le coló por algún orificio inesperado y se instaló en su cerebro, alguna vez había jugueteado insistentemente en su cabeza con tener un bebé; de momento no tendría bebé, qué le vamos a hacer, se dijo, pero mientras tanto adoptaría al gatito. La idea la llenó de gozo, sintió la alegría bailarle por todo el cuerpo. Uuuummmm, cómo diría, era ese gustito de meterse bajo las sábanas calentitas en un frío día de invierno, el olor de un chocolate con churros de mañana temprana cuando fuera nevaba copiosamente. Ahora Laica y Tobi, sus dos perritos de lana, tendrían compañía. Habría que echarle un pulso a su padre, que arrugaría el ceño y frunciría labios y rostro con escepticismo ante la idea, pero seguro que con dos o tres zalemas que le hiciera el gatito mientras se tomaba una copa frente al fuego de la chimenea, terminaría cayéndosele la baba. Con su madre no habría problema, su madre era una cabra loca alegre y divertida a la que no le importaría meter en casa un oso marino si quien lo traía era su niña del alma, ella misma.

Y Margot desprendió su corpiño para dar de mamar al micifú... Y así, con el micifú sobre los brazos dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a casa cantándole al gatito aquella canción de Claudina y Sergio Gambino. Y Margot..., cantaba, sin trabajo pero contenta como unas pascuas.